lunes, 23 de junio de 2008

Así es - Bernardita Bravo

Luego pensé: podría enterrarle alfileres en la yema de los dedos para que el otro dolor se atenúe, enmudezca frente al gran dolor porque aquí los dolores son de él y no míos, yo he adoptado el papel de enfermera, y ese oficio exige un cuerpo saludable. Pero probablemente sus cajones deben estar llenos de cosas que no son alfileres; tendría que salir de aquí y recorrer varias cuadras para conseguirlos, y una enfermera no puede dejar a su enfermo, no debe, no me deje solo mijita, no ve que me voy a morir. Lo pensé después de bañarlo, si uno sumerge en el agua a un muñeco de trapo con intención de lavarlo es peor, el agua penetra hasta el fondo, no vuelve a salir, la humedad se incrusta y ramifica en hongos y más hongos; lo bañé como quien baña a un muñeco de trapo inservible. Gracias, mijita, y sonrió; fue ahí cuando pensé que podría enterrarle alfileres en la yema de los dedos o más adentro, entremedio de la carne y la uña, me carga que me digan mijita, que me den las gracias sonriendo cuando todo hacia atrás es una madeja oscura, de palabras demoledoras, ¿por qué no tienes papá? si tengo, si hoy me viene a ver, acompáñame, esperémoslo aquí; podía pasar una hora o cuatro, era lo mismo, siempre a la espera, con un dolor de estómago cada vez mayor, yo creo que a tu papá se le olvidó, o eres una mentirosa y no tienes papá. Y Rosa se ponía de pie y de tanto estar sentada tenía marcado detrás de las piernas la vereda granulada y a mi me daban ganas de que se quedaran así para siempre, horribles. Pero finalmente las marcas desaparecían y ella se quedaba toda la tarde conmigo. A la hora de la medicina diaria, cuando toma una pastilla de nombre rebuscado que seguramente ya no sirve de mucho, se me ocurre otra idea: podría tirarlas a la basura y darle pastillas de menta o anís, algo que se trague fácil con agua y sirva de lenta descomposición. Aquí es cuando otro momento se filtra y rebota en el piso y la muralla, hasta sumergirse en la bacinica rebalsada de un pipí añejo, de viejo acabado; así es como te quería ver. Esta frase también es insistente pero varía, tiene forma de pregunta, de afirmación y muchas veces de exclamación rotunda. Aparece el día en que llegó de improviso, cargando una caja envuelta en papel de regalo, ¡mira lo que te traje! No vas a creerlo ¡Ábrelo! La pequeña caja se movía, y sonaba. Adentro, en una esquina, un ovillo lanudo, arrinconado, tan pequeño que parecía ratón pero era un gato, es una gatita, hija, ¿te gusta?, era una gata recién nacida y era para mí. Hacía calor esa tarde, y yo no podía respirar bien. Usted que puede mijita, déme el vaso con agua, que tengo mucha sed. Sí, definitivamente debería ir a comprar alfileres, uno para cada dedo, la mano huesuda proyectando aquellos finos trazos de metal, la mano de mi padre presionando mis muslos unas semanas después de regalarme a Mila, que nos miraba fijamente, así como miran los gatos cuando algo les parece o no. Gracias, ¡tenía tanta sed! Y ahora ven, acércate un poco, hazme el favor. De pie junto a él me insiste, ven aquí, para que oigas bien, que quiero decirte algo que nadie puede escuchar. Pero si aquí no hay nadie más que tú y yo. Ven, hija, y el gesto de su mano que tirita es definitivo. Acerco mi oído a esa boca reseca, que intenta humectarse con su propia saliva. De pronto siento asco, y el aliento tibio de su boca muda, qué quieres, nada, creo que lo he olvidado. Siento asco, porque miro su boca y es idéntica a la mía, el labio superior muy grueso, labios que dejan ver los dientes, que sonríen igual. Me duele hija, me duele mucho ¿No es hora del remedio ya? Sangre entremedio de la carne y la uña, yo a los doce años incapaz de decir algo, con mi gata de testigo, el muslo amoratado. Yo aquí a los treinta años junto a su cama, la boca enferma de mi padre pronunciando mi nombre, sus ojos abarcándome como un abrazo, mi mano sorprendida que toma la suya. Mi mano aferrada a su mano, mientras pasan las horas.
Cuando son las seis con treinta y tres minutos, el cuerpo de mi padre se endurece. Sus párpados han quedado semi abiertos, y una mosca se posa en el borde de la bacinica. Yo salgo al patio de atrás, donde la antigua pileta deja que el agua fluya de un nivel a otro. Lentamente me saco los zapatos, los calcetines, y mis pies sienten el cambio de temperatura. Respiran. Los meto dentro el agua, se agrandan por efecto óptico. Los rodean varias abejas ahogadas. El agua no deja de sonar. Mi padre un muñeco de trapo seco, acumulando polvo. El agua no deja de sonar. Y por encima de su sonido mi murmullo en tono de pregunta: Así es como te quería ver.

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