miércoles, 25 de junio de 2008

Sin brújula - Patricia Landen

El Capitán me mira serio y estalla en carcajadas. Saudades. Ese es el nombre del barco. Tiene un andar muy suave, lento y pesado, como El Capitán cuando está en tierra firme, aunque acá arriba lleva este viejo barco por todo el delta con maestría y omnipotencia. Sereno con su gorra blanca apunta con el mentón hacia lo lejos mientras su brazo derecho sostiene - con actitud dominante - el timón de madera. Hace varios días que navegamos él y yo solos. No sabemos bien cuánto falta porque los aparatos de navegación están descompuestos y aunque suponemos cuales son nuestras coordenadas, no estamos seguros.
Ahora vamos por el Río Uruguay, es tan ancho como un océano. No se ve costa por ningún lado y acabo de entender por fin lo de la esfera celeste: es como si estuviéramos en el centro mismo de un círculo y cubiertos por una cúpula azul de vidrio. O suspendidos en uno de esos adornos de resina semiesféricos con juguetitos adentro que flotan y que alguna niña da vuelta una y otra vez regocijándose por la magia. El Capitán y yo somos los juguetes, y si de verdad la niña diera vuelta el adorno, nos revolveríamos con las aguas y el barco y la espuma del agua y la gorra blanca y todo, para volver finalmente a esta mansa calma, pero sobre nosotros caerían miles de cristales blanquísimos de una nieve artificial de adorno de Navidad, y quedaríamos absortos, contemplando con la cabeza echada hacia atrás, sintiendo todo el peso en la nuca y el helado frío depositándose en nuestras mejillas.
El Capitán sigue controlando el timón con una mano y con la otra extiende el mapa inútil. Yo con los binoculares, trato de divisar la próxima boya. Esta tarea es muy relevante porque indica por dónde navegar sin encallar: la línea de boyas señala la ruta de navegación, la parte del río dragada. Aunque parezca un océano, fuera de esta línea de artefactos flotantes, uno podría bajarse del barco y caminar con el agua hasta la cintura. Cada vez que diviso una boya, se lo indico al Capitán, y él se encarga de enderezar el barco en la dirección correcta. En ese preciso momento mi tarea cambia. Tengo una mesa con una buena cantidad de barro arcilloso, ubicada en la proa del barco. Corro a sentarme ahí porque el tiempo que queda hasta alcanzar la boya, es el tiempo exacto para modelar una figurita idéntica a mí, un doble mío a escala, una muñeca con mi cara, mi cabello, mi nariz, mi espalda, y mis pies. La dejaré parada en la próxima boya. Llevo cinco días haciéndolas y ya hay 29 muñecas de arcilla, observando el río Uruguay, moviéndose al ritmo de la marea, lentamente, y cada tanto se sacuden cuando pasa un barco. Acomodo el espejo con atril en el centro de la mesa. Levanto rápidamente un montículo con forma humana, lo que más fácil me sale es la curva de la nuca y la espalda, las conozco como si yo hubiese estado siempre parada justo detrás de mí, observándome. Ahora mismo puedo imaginar mi espalda encaramada sobre la figurita de barro que empieza a tomar mi forma. Conozco el volumen exacto de mis omóplatos cuando todo el peso del torso se proyecta desde el hombro hasta el brazo que se apoya en la mesa, mientras el otro brazo se mantiene en el aire y con la mano modelo los hombros, mis hombros. Los de la muñeca. Siento un deleite infinito al pasar los dedos mojados por cada línea, por cada montículo cóncavo o convexo del material blando y resbaladizo.
Desde más atrás, en lo alto, desde el centro mismo del barco me llega un sonido que intenta simular un clarinete, es El Capitán ensayando, que con los binoculares me está observando. Me gusta el simulacro, es una melodía antigua de Europa Oriental, la cantaba mi abuelo porque se la cantaba su abuelo. Me siento segura.
La parte más difícil es el rostro. Las mandíbulas angulosas salen rápido, pero los ojos me demoran siempre, tengo que modelarlos una y otra vez porque la expresión se resiste. Puedo modelar toda la figura simplemente con la memoria de mis dedos, pero nunca miré con profunda atención mis ojos como los ajenos. Soy capaz de bocetar rápidamente los de mi madre, los de algún amante, los de mi gato Baltasar, los del Capitán. Pero los míos se me vuelven escurridizos. Las veintinueve muñecas que hice tienen los ojos vendados, no encontré otra forma.
Miro mi rostro en el espejo, lo veo duplicado en la cara de la muñeca. Corrijo un poco el ángulo con que la espalda se inserta en la cadera para que su forma de pararse sea la mía. En ese momento ella ya está lista para su nuevo destino.
La boya está muy cerca, es posible ver su arquitectura. Cada una tiene un diseño distinto, respondiendo a quien sabe qué capricho estético, y son todas ellas hermosas. Me preparo.
El Capitán apaga los motores y conduce el barco para que se vaya acercando a la boya. Bajo por la escalerita, me hundo en el agua helada y manteniéndome a flote con una mano en alto sostengo la muñeca. Avanzo dando brazadas con mi único brazo libre hasta agarrarme de la boya. Quedo así hasta que mi respiración se aquieta, abrazada a esa construcción flotante para no resbalar. La acomodo por fin en su pequeña isla. Con la mano mojada le hundo un poco más la mejilla derecha para acentuar el hueco que está debajo del pómulo, me doy la vuelta y regreso al barco. Me seco mientras escucho como se encienden los motores y retomamos la marcha. Lo hago lentamente, porque me gusta mirar hacia atrás cuando ya hay una distancia apreciable. Camino hasta la popa y la veo alejarse, todavía una estela espumosa que abre el río en dos nos mantiene unidas, pero pronto esa línea se quebrará y ella podrá compenetrarse en sus pensamientos acuáticos. El Capitán me está mirando con sus ojos de ave egipcia y se le dibuja esa sonrisa que se vuelve siempre risa voluptuosa que me contagia una y otra vez. Por suerte nada es solemne junto a él. Vuelvo a su lado y tomo los binoculares otra vez. Me acurruco pegada a su cuerpo tibio para dejar de tiritar. El sol está justo encima nuestro y evapora el resto de río que me queda en la piel. Navegamos como a la deriva porque todavía no sabemos en que parte del horizonte aparecerá el diminuto punto. Este es un momento de gran alivio. Somos el centro mismo de la esfera, no hay dirección, el sol no logra arrojar ninguna sombra. Nos miramos cómplices, y siento mi sonrisa increíblemente estirada. Apagamos los motores y nos quedamos así, flotando en medio de esa inmensidad, como dos muñecos de barro adheridos a una boya gigante.
Reiniciamos la marcha ahora que el sol está a la altura de nuestras frentes, cada uno a su tarea. Miro con los binoculares, busco con esta especie de extensión mecánica de mis ojos acostumbrados a las cortas distancias urbanas. El horizonte parece tensarse. El sol platina el agua y dispara a los ojos unos destellos que confunden la vista. No veo más que agua. Escucho el simulacro de clarinete nuevamente al lado de mi oído y me vuelve la alegría. Por fin diviso el minúsculo lunar en el extremo derecho y desde mi puesto muevo el timón bruscamente. El Capitán se sobresalta, me mira serio y estalla en carcajadas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola, te escribo de parte de graciela avram.
Te manda saludos.