El Capitán me mira serio y estalla en carcajadas. Saudades. Ese es el nombre del barco. Tiene un andar muy suave, lento y pesado, como El Capitán cuando está en tierra firme, aunque acá arriba lleva este viejo barco por todo el delta con maestría y omnipotencia. Sereno con su gorra blanca apunta con el mentón hacia lo lejos mientras su brazo derecho sostiene - con actitud dominante - el timón de madera. Hace varios días que navegamos él y yo solos. No sabemos bien cuánto falta porque los aparatos de navegación están descompuestos y aunque suponemos cuales son nuestras coordenadas, no estamos seguros.
Ahora vamos por el Río Uruguay, es tan ancho como un océano. No se ve costa por ningún lado y acabo de entender por fin lo de la esfera celeste: es como si estuviéramos en el centro mismo de un círculo y cubiertos por una cúpula azul de vidrio. O suspendidos en uno de esos adornos de resina semiesféricos con juguetitos adentro que flotan y que alguna niña da vuelta una y otra vez regocijándose por la magia. El Capitán y yo somos los juguetes, y si de verdad la niña diera vuelta el adorno, nos revolveríamos con las aguas y el barco y la espuma del agua y la gorra blanca y todo, para volver finalmente a esta mansa calma, pero sobre nosotros caerían miles de cristales blanquísimos de una nieve artificial de adorno de Navidad, y quedaríamos absortos, contemplando con la cabeza echada hacia atrás, sintiendo todo el peso en la nuca y el helado frío depositándose en nuestras mejillas.
El Capitán sigue controlando el timón con una mano y con la otra extiende el mapa inútil. Yo con los binoculares, trato de divisar la próxima boya. Esta tarea es muy relevante porque indica por dónde navegar sin encallar: la línea de boyas señala la ruta de navegación, la parte del río dragada. Aunque parezca un océano, fuera de esta línea de artefactos flotantes, uno podría bajarse del barco y caminar con el agua hasta la cintura. Cada vez que diviso una boya, se lo indico al Capitán, y él se encarga de enderezar el barco en la dirección correcta. En ese preciso momento mi tarea cambia. Tengo una mesa con una buena cantidad de barro arcilloso, ubicada en la proa del barco. Corro a sentarme ahí porque el tiempo que queda hasta alcanzar la boya, es el tiempo exacto para modelar una figurita idéntica a mí, un doble mío a escala, una muñeca con mi cara, mi cabello, mi nariz, mi espalda, y mis pies. La dejaré parada en la próxima boya. Llevo cinco días haciéndolas y ya hay 29 muñecas de arcilla, observando el río Uruguay, moviéndose al ritmo de la marea, lentamente, y cada tanto se sacuden cuando pasa un barco. Acomodo el espejo con atril en el centro de la mesa. Levanto rápidamente un montículo con forma humana, lo que más fácil me sale es la curva de la nuca y la espalda, las conozco como si yo hubiese estado siempre parada justo detrás de mí, observándome. Ahora mismo puedo imaginar mi espalda encaramada sobre la figurita de barro que empieza a tomar mi forma. Conozco el volumen exacto de mis omóplatos cuando todo el peso del torso se proyecta desde el hombro hasta el brazo que se apoya en la mesa, mientras el otro brazo se mantiene en el aire y con la mano modelo los hombros, mis hombros. Los de la muñeca. Siento un deleite infinito al pasar los dedos mojados por cada línea, por cada montículo cóncavo o convexo del material blando y resbaladizo.
Desde más atrás, en lo alto, desde el centro mismo del barco me llega un sonido que intenta simular un clarinete, es El Capitán ensayando, que con los binoculares me está observando. Me gusta el simulacro, es una melodía antigua de Europa Oriental, la cantaba mi abuelo porque se la cantaba su abuelo. Me siento segura.
La parte más difícil es el rostro. Las mandíbulas angulosas salen rápido, pero los ojos me demoran siempre, tengo que modelarlos una y otra vez porque la expresión se resiste. Puedo modelar toda la figura simplemente con la memoria de mis dedos, pero nunca miré con profunda atención mis ojos como los ajenos. Soy capaz de bocetar rápidamente los de mi madre, los de algún amante, los de mi gato Baltasar, los del Capitán. Pero los míos se me vuelven escurridizos. Las veintinueve muñecas que hice tienen los ojos vendados, no encontré otra forma.
Miro mi rostro en el espejo, lo veo duplicado en la cara de la muñeca. Corrijo un poco el ángulo con que la espalda se inserta en la cadera para que su forma de pararse sea la mía. En ese momento ella ya está lista para su nuevo destino.
La boya está muy cerca, es posible ver su arquitectura. Cada una tiene un diseño distinto, respondiendo a quien sabe qué capricho estético, y son todas ellas hermosas. Me preparo.
El Capitán apaga los motores y conduce el barco para que se vaya acercando a la boya. Bajo por la escalerita, me hundo en el agua helada y manteniéndome a flote con una mano en alto sostengo la muñeca. Avanzo dando brazadas con mi único brazo libre hasta agarrarme de la boya. Quedo así hasta que mi respiración se aquieta, abrazada a esa construcción flotante para no resbalar. La acomodo por fin en su pequeña isla. Con la mano mojada le hundo un poco más la mejilla derecha para acentuar el hueco que está debajo del pómulo, me doy la vuelta y regreso al barco. Me seco mientras escucho como se encienden los motores y retomamos la marcha. Lo hago lentamente, porque me gusta mirar hacia atrás cuando ya hay una distancia apreciable. Camino hasta la popa y la veo alejarse, todavía una estela espumosa que abre el río en dos nos mantiene unidas, pero pronto esa línea se quebrará y ella podrá compenetrarse en sus pensamientos acuáticos. El Capitán me está mirando con sus ojos de ave egipcia y se le dibuja esa sonrisa que se vuelve siempre risa voluptuosa que me contagia una y otra vez. Por suerte nada es solemne junto a él. Vuelvo a su lado y tomo los binoculares otra vez. Me acurruco pegada a su cuerpo tibio para dejar de tiritar. El sol está justo encima nuestro y evapora el resto de río que me queda en la piel. Navegamos como a la deriva porque todavía no sabemos en que parte del horizonte aparecerá el diminuto punto. Este es un momento de gran alivio. Somos el centro mismo de la esfera, no hay dirección, el sol no logra arrojar ninguna sombra. Nos miramos cómplices, y siento mi sonrisa increíblemente estirada. Apagamos los motores y nos quedamos así, flotando en medio de esa inmensidad, como dos muñecos de barro adheridos a una boya gigante.
Reiniciamos la marcha ahora que el sol está a la altura de nuestras frentes, cada uno a su tarea. Miro con los binoculares, busco con esta especie de extensión mecánica de mis ojos acostumbrados a las cortas distancias urbanas. El horizonte parece tensarse. El sol platina el agua y dispara a los ojos unos destellos que confunden la vista. No veo más que agua. Escucho el simulacro de clarinete nuevamente al lado de mi oído y me vuelve la alegría. Por fin diviso el minúsculo lunar en el extremo derecho y desde mi puesto muevo el timón bruscamente. El Capitán se sobresalta, me mira serio y estalla en carcajadas.
miércoles, 25 de junio de 2008
lunes, 23 de junio de 2008
La cátedra - Tito García
Vuestro querido profe… Pobre Pancho por el poto… Me pidió que les contara mi experiencia, un poco de mi historia…. Puta, ya estoy sudando de nuevo… Soy Javier Larraín Echeverría, 26 años, vividor por vocación, artista por condena, escritor por amparo…. 48 alumnos, todos ordenaditos como milicos… No vengo a vender, no vengo a regalar, vengo a compartir, a conversar, a enseñar… Hay que sentarse arriba de la mesa, hablarle directo a las minas, prender un cigarrito pa’ hueviar al Doc… Pero bueno, les cuento un poco. El pasado es pasado y yo no creo en tanta teoría del inconsciente.
Mi familia no existe y a mí nunca me importó mucho… Mi padre murió cuando yo tenía 13 años y desde entonces estoy solo, me gusta mi soledad… Mierda, estoy empapado… El pañuelo…. Como la mayoría de ustedes no va a especializarse en psiquiatría, voy a limitarme a contar mi experiencia más allá de las opiniones clínicas de su profesor… Entre 48 pendejos, sólo 16 mujeres, o sólo 4 porque el resto… Eso, Doc, sin desmerecer su opinión científica, sino aceptando la premisa de que soy yo el objeto de estudio…. Y aunque te duela hueón, yo soy el que más sabe de mí… Antes de empezar tengo que pedirles dos favores: el primero es que le hagan llegar un encendedor
a ese par de ojos bellos en el quinto puesto de la tercera fila… mírala a los ojos, no le quites la vista… está bien rica la tonta. Ésta es de las calienta sopa, ni respiran cuando se los metí, háblale a ella, mirándola a los ojos… Y si puedes, y quieres, te ruego te acerques para encender no sólo mis pasiones sino también este cigarrito... estas doctorcitas tienen la cruz atravesada en el chocho, aguántale la mirada hueón… Muchas gracias, puedes volver a tu asiento, pero lentito para tener tiempo de admirar tu belleza sublime… Se ríen los mamones, perdedores, fueron la puta consecuencia de sus putas circunstancias… El segundo favor es más simple y, a estas alturas, obvio: les probleruego borren la palabra “sufre” que antecede a la definición médica de mi personalidad, se habrán dado cuenta de que yo no sufro por como soy… La santita te está mirando…
Le gustaste, campeón, qué ojitos de puta nueva… Conchesumadre, tranquilízate, ¿dónde mierda dejé el pañuelo?… Espero sinceramente que tú sí estés pensado en ser psiquiatra, a ese par de ojos cualquiera le hablaría por horas… A la primera sesión te tendría en cuatro arriba del diván, santita rica… En el bolsillo de atrás, ahí está, sécate la frente huevón… De hecho a usted le contaría cosas que nunca le he dicho a nuestro querido Freud aquí presente… Crees que te las sabes todas, Panchito por el poto, ¿me sacaste la foto? no me creas nada tontito… Ustedes, los “científicos”, me definen como un maníaco depresivo, o bipolar. El trastorno bipolar resulta debido a alteraciones en las áreas del cerebro que regulan el estado de ánimo. Eso todos lo entendemos, pero qué nombre más raro… ¿No es ésa la naturaleza misma de las cosas?
Yo creo que sí, aunque suene a charlatanería “mística” de profesor de psiquiatría… Como este pobre al que ustedes le chupan el pico…. La cosa es que yo no ando deprimido por la vida y eso que tengo mis razones. No le guardo rencor a mi familia, sólo le perdí todo el respeto que alguna vez le tuve… Estai goteando huevón… Sécate de nuevo… Mi madre murió hace tres semanas. Lo único que me dio en la vida fue la herencia: quinientos mil pesos más los costos del tratamiento y la casa. Todo bien, dicen que nadie elige a su madre, yo elegí no tenerla. Desde que murió mi padre, estoy solo… Eso ya se los dije… Vieja de mierda, nos dejaste solos, que nos cuidara la nana de turno… La cosa es que todos tenemos algo de bipolar, todos estamos constituidos y constituyéndonos por dos polos. El día y la noche, el bien y el mal, lo bello y lo feo, yo y el Doc, o el Doc y yo… ¿Cómo sería, Panchito?… Incluso los más ignorantes tuvieron que inventarle un diablo a Dios; todo héroe debe tener su villano. Habiendo tantos dioses y diablas entre nosotros, ¿no les parece? Por ejemplo el Doc es un ángel, mírenlo ahí, sentadito, escuchando atentamente entre bostezos… Igual que mi vieja, hacen como que escuchan y después te cagan, se dan cuenta de que son miserables y no soportan que yo sea como soy; mierda, tengo la camisa empapada, me esta goteando el ala… Para bien o para mal, vivimos en un mundo bipolar y esa dualidad supone una dialéctica. ¿Saben lo que es una dialéctica? Si el profesor despierta quizás se los expli que. Y perdonen que me ponga latero, es que no hay maneras de explicar esto en otras palabras ¿Se han fijado que los intelectuales hablan así? En raro… Como tú, Panchito, cuando te esfuerzas por explicarme la huevá de los trastornos de ánimo… Un mundo dual, dialéctico, supone el innegable gobierno de los cambios… O mi mamá dándoselas de la madre perfecta con sus cátedras. Mejor me pongo la chaqueta, ya se están dando cuenta… El gobierno de los ciclos, la eternidad de la impermanencia… Ésa fue siempre tu ironía, vieja de mierda… Por ejemplo, en el noveno asiento de la séptima fila, allá, tú tienes sueño, ¿qué hiciste anoche?… Estudió este huevón, qué más vá hacer…
Mierda me está entrando sudor a los ojos… El hecho es que tienes sueño, tu ciclo ha sido alterado y esos bostezos son la demostración de su prevalencia, de su poder… Relájate huevón… Respira hondo pa’ dejar de sudar… El sueño te domina y sólo cuando logre lo que quiere te dejará tranquilo… Débiles de mierda, una noche sin dormir y se andan quedando dormidos… Dos semanas que no duermo huevón y aquí me tení, más lúcido y despierto de lo que nunca vai a estar… La mayoría necesita dormir en las noches, yo tengo mis propias noches y es verdad, son más largas, quizás hasta más oscuras, pero mis días son brillantes, incomparables. Cambia, todo cambia, pero eso, Doc despierte para escuchar esto, eso sólo es posible cuando lo que cambia quiere cambiar, cuando se es sujeto y objeto del propio cambio… Entendiste, ignorante, métetelo en la cabeza, yo no voy a cambiar, así soy yo… Yo cambio como… Por eso soy un peligro para la puta normalidad y los putos guardianes de la normalidad me declaran enfermo de puta envidia… Yo cambio como todo y todos. Sólo que mas rápido, avanzo a velocidades prohibidas, cual Fitipaldi por los caminos de la vida… Aaah, ésa sonó buena… ¡¡¡Puta que les gustó a los culiados!!! Ahora hay tiempo, busca el pañuelo… Ya les había dicho que soy poeta, ¿no? Todo cambia, nada se queda igual, de nada podemos estar seguros. Parece, por momentos, que la medicina de hoy hace lo que alguna vez hizo la religión, castiga la diferencia, condena a quienes somos verdaderamente libres… Nunca te voy a perdonar, vieja de mierda, al papá lo fuiste matando de a poco, lo dejaste solo, siempre te importó más el trabajo… En nombre de la cordura, o de la verdad, se pasa a llevar el derecho a ser como uno es.
Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Por qué me declaran enfermo? El verdadero problema es que he estado demasiadas veces en los extremos, de eso se trata esta mal llamada enfermedad… Arrogantes, envidiosos. No te seques con la manga imbécil, busca el pañuelo… Pero precisamente por eso es que puedo estar seguro de quién soy. Esto que no se les olvide: quien dice que es mejor quedarse en el centro no conoce los extremos, el que no sufre, no aprende y el que no goza, no vive… ¡Mierda! ¡Dónde dejé el pañuelo de la conchasumadre! En el suelo, en el suelo… A mí me catalogan de enfermo, pero me gusta decir que soy simplemente demasiado humano para ser humano. La frase no es mía, pero debiera. Ustedes saben, entre súper hombres nos entendemos…
Estos pendejos ni siquiera saben quién es Nietzsche, manga de esclavos… La cosa es que no soy loco, ni demente, sólo soy profundamente quien soy y si eso no es cordura a mí no me interesa estar cuerdo. Así no más. Estos tres días en el “hotel” del Doc, he escrito tres libros de poesía, 324 páginas en total, ¿quién puede decir que no tengo algo que decir? ¿Y no era para eso que servía la cordura?… Respondan po’ huachos, se cagan de miedo de encontrarme la razón, cobardes, así nunca van aprender algo nuevo, me cago en su puta ciencia sorda… Cuánto personaje idiota, perdonen la palabra, es considerado normal y vive en una enorme mentira… Eso, santita rica, mírenla como abre la ventana, rica y servicial… Cuánto iluso creyéndose el cuento de que es famoso… O esos tipos que se paran el pelo para sentirse diferentes y terminan por ser todos iguales. El profe se está durmiendo, todo para comprobar lo que les digo, gracias Doc, no tenía que molestarse, le cedo la palabra en seguida, colega… Pero habla rápido maricón, que me espera mi cubanita libre y sus labios coloridos… Antes de irme, dos cosas: Primero, una pregunta de tarea para la casa. ¿Cuál es el colmo de lo cuerdo, de lo sano? Les ruego me hagan llegar las respuestas al hotel por medio de mi asistente aquí a mi lado… A esta cubanita la revoluciono hoy mismo… Lo segundo es tu teléfono, ése me lo escribes en un papel al ladito de tu nombre… ¿Alguna pregunta?
Constancias - Marcela Morgheinstern
(Corresponde a los textos agrupados en Al pie de la letra)
Marcela Morgheinstern
Constanza no sabe lo que quiere decir constipada, no puede contenerse; lo contrario se lo cuentan sus tripas crujientes, crispadas de calambres por la ineficiencia de su digestión, las durezas de su vientre que se mueven clavándole cuchillazos, obligándola ir al baño para vaciar cualquier cosa que corretee por su intestino después de cada comida. Se lo dice también el extraño diagnóstico médico: intestinos de capas separadas, un espiral demasiado abierto (necesita cirugía), causas desconocidas, se cree que es una condición psicosomática. Debiera operarse (ni cagando, piensa aterrada), cuidarse concienzudamente de la condimentación; pero en Constanza la constancia si que no consta, la confusión sí, pero eso no se decide, se constata. Constanza cree (en contra de sus costumbres conservadoras), o cree haber descubierto tras años de conversaciones en distintas consultas, que las contorsiones y contornos apretados de su cuerpo se contraen y expanden para saciar un vacío. Pero la costumbre del flujo constante, le ha creado una conspiración, especie de fobia a lo concreto, y no puede Constanza compartir ni partir con alguien nada que no sea claustrofóbico. Cuidados construye como fuertes de guerra, ¡cuidado!, se repite, cautela contra un conviviente que no existe (pero que podría colarse en el agujero de tu nombre, adherirse constante a tu curva y eso te crispa). Cuidado excesivo que corroe y, finalmente, enferma. Será seguramente cáncer, cataratas, colon. Cáncer al colon.
Ayer comió con Consuelo (otra C, círculo imposible de cerrar, adicta a la carne), y como de costumbre, abundaron los cuentos de Constanza, cataclismos inventados, conflictos ciegos y catarsis sin compromiso y, cálida a la fuerza, hizo como si escuchara sus concejos también semi vacíos, porque todo lo que entra en oídos de Constanza, así mismo sale (¿cómo si no cierra podría retener las palabras volando?) y porque Consuelo también se llena de congojas. Cree Constanza que sólo necesita un Carlos, un Claudio, un Camilo, ojalá no un Cuasimodo, pero igual, de repente dos C que se contraponen, que se compenetran, quién sabe, por ahí dibujan una esfera, aunque sea una que pueda cortarse, ser un contorno cerrado sería orgásmico (aunque nunca haya Constanza concertado un orgasmo compartido en su vida) aunque claro, aterrador por desconocido y capaz sea más cauteloso quedarse callada, comprimida en su cuerpo, curvándose sola siempre en la misma casa, en la misma cama, capaz, aunque Constanza se confunde, no hay lector que capte su caligrama, que según ella, es clarísimo, y si no lo ven es porque los cabrones cobardes, porque la comida caliente que ella no cocina, porque los a cuarenta ya no, porque el cura; porque según Constanza, a pesar de los años de terapia, la culpa la tiene el nombre, el hombre, el hambre pero nunca su propia trampa compañera, nunca la falta de coraje, de carácter, de convicción. La culpa es también por no haber sido cantante, cuando el aire tan bien que circula y sale luego por sus cuerdas vocales, como corrientes sonoras, construye una voluptuosidad cambiante y su voz sabe a magia y pareciera que Constanza puede circular, cosa que ahora, hace sólo en el coro de la Iglesia junto al mismo cura del que alguna vez se enamoró; porque parece que sólo dios es suficientemente casto y coqueto para casarse con Constanza. Una sola vez en el confesionario, en un cortocircuito de su cordura, ambos sin verse, con la cara contra la pared, contó Constanza al cura su conmoción, su calumnia al haber caído de la palabra de Cristo y haberse encariñado con él y deseado su carne; la otra carne que había comido antes, la obligó a interrumpir la confesión y correr al baño. El cura tenía la cara colorada y contenta, por primera vez dejaba sentirse el caldo de cultivo, la claridad de un coletazo que podría transformar su calvario y toda su controversia en, quién sabe, casamiento, casa, calma; la confusión se le pasó sí cuando Constanza contrariada, colorada también, le pidió un perdón contundente aludiendo a una crisis complicada y condenó la cuestión claramente corrupta y vergonzosa mientras el cura apretaba la cruz que tenía en la mano y se el clavaba hiriente, como si lo quemara.
En ocasiones cuando la nombran no voltea la cara, han llegado incluso codearla para llamar su atención; conmocionada recuerda las letras que la componen y corrobora apenas su creciente des apego, su nombre entra y sale como un silencio, las voces, los otros, no encuentran tono para identificarla porque nada saben de ella (y es como si llamaran a otra, como si un aire apenas la contuviera); Constanza sólo permite una caminata por sus paredes que expelen, sacan cascando sin dejar en el visitante calcado nada comprometedor, nada que cuente su carácter, su composición sin construir que ni preguntas genera; el que entra sale sin conocer, limpiecito con un conjunto de letras sin contenido, un cacareo.
De todas formas, Constanza se camufla de las incógnitas de su carencia de compañía y, por más cansada que esté, anda siempre coqueta, como un caramelo con mucho colorante, confianzuda, que no se vaya a ver el hueco, que no se note la costura, la castración, la caca (que tampoco se note, por favor, lo caliente). Porque Constanza fue siempre Católica con cólicos disimulados, con sueños de cortesana corroyéndole la piel a solas, nunca en compasión de otro, debiendo ser siempre cortés, criatura criada en la cordura (vaya a saber uno de qué cresta se trata eso), conciencia esculpida con censura que se aloja en concentraciones de culpa para disminuir el vacío que Constanza llena con complacientes canciones de misa, sin condones y mucha comida, con la cara todavía de cordero confesado (sólo por cortesía, sólo en la corteza) que, aún con rebaño divino, la caca, el colon, el cáncer, la claustrofobia, se concentran tratando de concertar una cita al fin desnuda de Constanza con su cuerpo, con su cabeza, sobre todo con su corazón. El eco de su conciencia constante, que conste, no consolará a Constanza cuando se entere de su colon canceroso, de su camino hacia la muerte que correrá entre compañías de cartón y comidas complacientes con conocidos extraños de toda la vida, visitas a la catedral, y cucarachas que la acecharán en sueños sin que pueda convencerse de que su existencia ha sido una carnada inútil, una cagada tras otra. Y se atreverá tal vez a solas a deletrear un c-o-n-ch-a t-u m-a-d-r-e, cáncer culiado, bajito, soportando la cacofonía que le provoca a su cerebro canoso y conformista (será porque dios quiere), consentirá a medias los cuidados, complejidades y cánones de la fatalidad. No sabrá Constanza que pudo ser un calidoscopio, un compás, una clarinete, al menos un contraste. Cáncer de colón. Catastrófico. Carnívoro. Constanza, no contestó. Callada, combatiente de pacotilla, salió caminando de la consulta del oncólogo, diciendo, gracias. Chao. Y no a- dios.
En su cabeza cantó una plegaria, en su alma, cayó la condena; ese crepúsculo el cura de la Iglesia se sentó sin sotana y sin cruz en una esquina, a llorar sin consuelo después de la cremación de Constanza.
Marcela Morgheinstern
Constanza no sabe lo que quiere decir constipada, no puede contenerse; lo contrario se lo cuentan sus tripas crujientes, crispadas de calambres por la ineficiencia de su digestión, las durezas de su vientre que se mueven clavándole cuchillazos, obligándola ir al baño para vaciar cualquier cosa que corretee por su intestino después de cada comida. Se lo dice también el extraño diagnóstico médico: intestinos de capas separadas, un espiral demasiado abierto (necesita cirugía), causas desconocidas, se cree que es una condición psicosomática. Debiera operarse (ni cagando, piensa aterrada), cuidarse concienzudamente de la condimentación; pero en Constanza la constancia si que no consta, la confusión sí, pero eso no se decide, se constata. Constanza cree (en contra de sus costumbres conservadoras), o cree haber descubierto tras años de conversaciones en distintas consultas, que las contorsiones y contornos apretados de su cuerpo se contraen y expanden para saciar un vacío. Pero la costumbre del flujo constante, le ha creado una conspiración, especie de fobia a lo concreto, y no puede Constanza compartir ni partir con alguien nada que no sea claustrofóbico. Cuidados construye como fuertes de guerra, ¡cuidado!, se repite, cautela contra un conviviente que no existe (pero que podría colarse en el agujero de tu nombre, adherirse constante a tu curva y eso te crispa). Cuidado excesivo que corroe y, finalmente, enferma. Será seguramente cáncer, cataratas, colon. Cáncer al colon.
Ayer comió con Consuelo (otra C, círculo imposible de cerrar, adicta a la carne), y como de costumbre, abundaron los cuentos de Constanza, cataclismos inventados, conflictos ciegos y catarsis sin compromiso y, cálida a la fuerza, hizo como si escuchara sus concejos también semi vacíos, porque todo lo que entra en oídos de Constanza, así mismo sale (¿cómo si no cierra podría retener las palabras volando?) y porque Consuelo también se llena de congojas. Cree Constanza que sólo necesita un Carlos, un Claudio, un Camilo, ojalá no un Cuasimodo, pero igual, de repente dos C que se contraponen, que se compenetran, quién sabe, por ahí dibujan una esfera, aunque sea una que pueda cortarse, ser un contorno cerrado sería orgásmico (aunque nunca haya Constanza concertado un orgasmo compartido en su vida) aunque claro, aterrador por desconocido y capaz sea más cauteloso quedarse callada, comprimida en su cuerpo, curvándose sola siempre en la misma casa, en la misma cama, capaz, aunque Constanza se confunde, no hay lector que capte su caligrama, que según ella, es clarísimo, y si no lo ven es porque los cabrones cobardes, porque la comida caliente que ella no cocina, porque los a cuarenta ya no, porque el cura; porque según Constanza, a pesar de los años de terapia, la culpa la tiene el nombre, el hombre, el hambre pero nunca su propia trampa compañera, nunca la falta de coraje, de carácter, de convicción. La culpa es también por no haber sido cantante, cuando el aire tan bien que circula y sale luego por sus cuerdas vocales, como corrientes sonoras, construye una voluptuosidad cambiante y su voz sabe a magia y pareciera que Constanza puede circular, cosa que ahora, hace sólo en el coro de la Iglesia junto al mismo cura del que alguna vez se enamoró; porque parece que sólo dios es suficientemente casto y coqueto para casarse con Constanza. Una sola vez en el confesionario, en un cortocircuito de su cordura, ambos sin verse, con la cara contra la pared, contó Constanza al cura su conmoción, su calumnia al haber caído de la palabra de Cristo y haberse encariñado con él y deseado su carne; la otra carne que había comido antes, la obligó a interrumpir la confesión y correr al baño. El cura tenía la cara colorada y contenta, por primera vez dejaba sentirse el caldo de cultivo, la claridad de un coletazo que podría transformar su calvario y toda su controversia en, quién sabe, casamiento, casa, calma; la confusión se le pasó sí cuando Constanza contrariada, colorada también, le pidió un perdón contundente aludiendo a una crisis complicada y condenó la cuestión claramente corrupta y vergonzosa mientras el cura apretaba la cruz que tenía en la mano y se el clavaba hiriente, como si lo quemara.
En ocasiones cuando la nombran no voltea la cara, han llegado incluso codearla para llamar su atención; conmocionada recuerda las letras que la componen y corrobora apenas su creciente des apego, su nombre entra y sale como un silencio, las voces, los otros, no encuentran tono para identificarla porque nada saben de ella (y es como si llamaran a otra, como si un aire apenas la contuviera); Constanza sólo permite una caminata por sus paredes que expelen, sacan cascando sin dejar en el visitante calcado nada comprometedor, nada que cuente su carácter, su composición sin construir que ni preguntas genera; el que entra sale sin conocer, limpiecito con un conjunto de letras sin contenido, un cacareo.
De todas formas, Constanza se camufla de las incógnitas de su carencia de compañía y, por más cansada que esté, anda siempre coqueta, como un caramelo con mucho colorante, confianzuda, que no se vaya a ver el hueco, que no se note la costura, la castración, la caca (que tampoco se note, por favor, lo caliente). Porque Constanza fue siempre Católica con cólicos disimulados, con sueños de cortesana corroyéndole la piel a solas, nunca en compasión de otro, debiendo ser siempre cortés, criatura criada en la cordura (vaya a saber uno de qué cresta se trata eso), conciencia esculpida con censura que se aloja en concentraciones de culpa para disminuir el vacío que Constanza llena con complacientes canciones de misa, sin condones y mucha comida, con la cara todavía de cordero confesado (sólo por cortesía, sólo en la corteza) que, aún con rebaño divino, la caca, el colon, el cáncer, la claustrofobia, se concentran tratando de concertar una cita al fin desnuda de Constanza con su cuerpo, con su cabeza, sobre todo con su corazón. El eco de su conciencia constante, que conste, no consolará a Constanza cuando se entere de su colon canceroso, de su camino hacia la muerte que correrá entre compañías de cartón y comidas complacientes con conocidos extraños de toda la vida, visitas a la catedral, y cucarachas que la acecharán en sueños sin que pueda convencerse de que su existencia ha sido una carnada inútil, una cagada tras otra. Y se atreverá tal vez a solas a deletrear un c-o-n-ch-a t-u m-a-d-r-e, cáncer culiado, bajito, soportando la cacofonía que le provoca a su cerebro canoso y conformista (será porque dios quiere), consentirá a medias los cuidados, complejidades y cánones de la fatalidad. No sabrá Constanza que pudo ser un calidoscopio, un compás, una clarinete, al menos un contraste. Cáncer de colón. Catastrófico. Carnívoro. Constanza, no contestó. Callada, combatiente de pacotilla, salió caminando de la consulta del oncólogo, diciendo, gracias. Chao. Y no a- dios.
En su cabeza cantó una plegaria, en su alma, cayó la condena; ese crepúsculo el cura de la Iglesia se sentó sin sotana y sin cruz en una esquina, a llorar sin consuelo después de la cremación de Constanza.
SOPA DE AGUA - Hugo Forno
El idiota tiene hambre. Corre hacia la cocina. Tropieza contra la pared. Un golpe. Dos golpes. Tres golpes. Todos secos. Todos golpes de idiota. La casa está vacía. Sus padres están en misa. El idiota tiene prohibida la entrada a la Iglesia. Culpa de un domingo. De un domingo de ramos. Bajarse los pantalones entre los salmos no fue apropiado. Mear a la virgen, menos. Los feligreses gritaron de espanto. Su madre de pena. El padre de vergüenza. El cura le dijo idiota. El idiota lo llamó mamón. Cura mamón. A esta hora, la cocina quieta. Una taza de té sobre la mesita y la olla que hierve a fuego lento. Mientras, la misa sigue. Fieles contra infieles. Perdones contra pecados. Justos contra injustos. A la madre le llora el corazón. Al padre el bolsillo. Al cura la culpa. Ahora el idiota quiere comerse la sopa. Ahora la madre se acuerda de la olla. Sopa. Sopa. Sopa. Comerse la sopa. Sin cuchara. Sin la fría cuchara de todos los días. Y como no hay tiempo que perder. Y como el hambre lo perturba. Manos a la obra. Y levanta la tapa de la olla. Y mira hacia a un lado. Y mira hacia el otro. Y el vapor le moja la cara. Y el estómago se retuerce. Y la boca exige lo suyo. Y el idiota esboza una sonrisa. Su ingenua sonrisa idiota. Y cierra los ojos. Y los puños. Y el alma. Y splash. Sumerge su rostro en la olla. Su rostro idiota envuelto en un grito de idiota. Silencio. Silencio en la iglesia. Por mi culpa. Por mi culpa. Por mi gran puta culpa.
EL CENTRO ERA GRIS - Denise Astoreca
Según tía Valeria, el Hotel Plaza de Armas había nacido cisne para convertirse en patito feo. Dicen que cuando se inauguró en los años cuarenta tenía un elegante bar hacia la calle y un comedor donde se reunían a almorzar personas distinguidas, hasta que el Banco de Chile, dueño del edificio, arrendó el espacio del primer piso a la Zapatería Rex y a una tienda de caramelos. La remodelación dejó a la recepción sin luz natural. A pesar de que pusieron varias lámparas, allí siempre era de noche.
Las Blanchard vendieron una casa antigua de la calle República, que he visto en una foto amarillenta, y se hicieron cargo de la administración del Plaza de Armas. Llegamos a vivir ahí el verano del año 58, cuando el hotel ya era patito feo y yo tenía tres años. No quedaba frente a la Plaza de Armas, sino a cuadra y media por la calle Estado. Un edificio de siete pisos, fino, de buenos materiales, que se puede apreciar si uno camina mirando hacia el cielo. Según mi tía, el defecto más grave del hotel era el hecho de ser invisible. Los pasajeros de otras ciudades, que llegaban por primera vez, con su maleta y la dirección en la mano, recorrían la calle sin encontrar la entrada, oculta al fondo de una galería mal iluminada.
Recuerdo la mudanza, o más bien los bultos que permanecieron durante mucho tiempo en el pasillo frente a las habitaciones que ocupamos en el último piso del hotel. Cajas de cartón amarradas con pitilla y un gran saco de lona; ‘el saco perino’ que parecía un gorro de duende gigante.
Me gusta meterme a presión entre las cajas y quedarme escondida como en una cueva. De pronto me llaman, Irenita, Irenita, ¿Dónde estás? Eso me da mucha risa. Una tarde me quedo dormida en mi cueva y al despertar todo está oscuro y no puedo salir del agujero. Durante meses tengo pesadillas.
Cuando Carmen Tello sale a cantar a la radio me demoro en dormir porque tengo miedo. Las tías duermen en el otro extremo del piso y en la oscuridad el edificio produce ruidos amenazantes. Cerca de mi dormitorio se esconde el motor de los ascensores y cada vez que parte, yo escucho golpes y mugidos como de un animal. Ya me explicaron varias veces pero me cuesta pensar que es sólo un motor.
Una noche sueño con cientos de bolitas de colores que ruedan por el piso. Despierto cuando un rumor profundo recorre el edificio y lo comienza a mecer. Es algo desconocido y horrible, que entra a la habitación y lo sacude todo, hasta la misma cama, conmigo adentro. Mis alaridos de terror traen a las tías corriendo y seguro que despiertan a los pasajeros. Por fin me quedo callada cuando miro a tía Valeria. Tiene unos pechos grandes y saltones que no caben en su camisa de nylon.
Tía Inés está indignada con Carmen.
-Hasta cuándo vamos a tener una niñera que se manda cambiar a la radio todas las noches y deja a la niña sola. Imagínate que nosotras hubiésemos salido. Omar habría tardado horas en subir desde la recepción.
-Ay Inés, ojalá saliéramos alguna vez.
Al susto del temblor se agrega una nueva angustia. – No, tía, no quiero que se vaya la Carmencita, - y comienzo a llorar nuevamente.
-Bueno, mi linda, ya veremos, y ahora duérmase que yo la voy a acompañar un ratito. Y tú Valeria, anda a acostarte antes de que te resfríes por andar desnuda.
Tía Valeria sale al pasillo pero al instante vuelve riendo.
-Figúrate, me encontré de frente con Omar que casi se desplomó de la impresión. Y yo también pegué un salto; anda como una sombra por el pasillo.
-Y qué quieres. Si es nochero, tiene que vigilar.
Además de nuestras habitaciones, en el séptimo piso estaba la cocina del hotel, el repostero, varias bodegas y una gran terraza con vista a la cordillera. En este espacio descubierto las tías intentaron ambientar un living de verano. Recuerdo algunos maceteros con plantas moribundas y la armazón oxidada de un sillón hamaca. Jamás lograron hacer de la terraza un lugar de estar. Sucede que normalmente las casas se ensucian con tierra. En el centro de Santiago, no. Ahí todo se ensucia con hollín, un polvillo negro y pegajoso que sale de las chimeneas de los edificios y se acumula diariamente en cada rincón. El hollín llegaba desde el cielo, lo cubría todo y exterminó las plantas una por una. Con justicia, es cierto, ya que gran parte de ese hollín provenía del humo espeso que arrojaban las calderas del propio hotel. Yo era la única que ocupaba este lugar abierto para jugar con la Piccina, una gata negra que, según decían, era fundamental en la lucha contra los ratones. La gata, flaca y medio salvaje, pronto se aburría conmigo, de un salto se pasaba al edificio del lado y recorría calmadamente las cornisas, a siete pisos del pavimento.
Mi pieza quedaba a un lado de la terraza. Una habitación amplia, color verde claro con dos camas de pino, separadas por un velador. Sobre el velador, Carmen colocó la radio, para escuchar programas de música folclórica. También teníamos una foto de ella vestida de huasa con una guitarra. Carmen era bonita, joven y divertida. Aunque me dejaba sola dos o tres noches a la semana y eso no me gustaba, jugaba conmigo y me contaba cuentos. Salíamos a pasear a la Plaza de Armas y al cerro Santa Lucía, era mi amiga y yo la adoraba. Nunca permití que la echaran.
Ella soñaba con hacerse famosa como cantante. Iba de audición en audición, y las veces en que le salía algún contrato, reclamaba que pagaban una miseria. -Como cantante no vale nada, - decía tía Inés, -pero tiene la beauté du diable. Algunas veces la acompañé a la radio Minería y me parecía que cantaba como las mejores pero ahora creo que jamás hubiera surgido si no es por la ayuda de Minsky.
Nada me gustaba más que oírle sus historias, en las que ella era siempre la heroína.
-Cuéntame de cuando te hiciste cantante, -le imploraba.
-Mi primer trabajo como cantante lo conseguí sin abrir la boca. Fíjate, Irenita, que de mi familia soy la única de piel clara y pelo medio rubio. Me decían ‘rucia’ y mi mamá cuidaba mi pelo como hueso santo. Con los años se me oscureció pero siempre me dicen rucia. Pues con el primer sueldo de la panadería donde comencé a trabajar, me convertí en rubia de verdad, o más bien de mentira. Recién teñida me miraba en el espejo de la peluquería y me encontraba extraña, con el pelo amarillo y las cejas oscuras. Entonces aguanté el dolor de la depilación. Con una pinza me sacaron una por una casi todas las cejas mientras me chorreaban las lágrimas, pero quedé como yo quería y en la calle noté que me miraban con otros ojos. Esa tarde en la audición le gusté altiro al guatón Garrido. Me preguntó qué sabía cantar, dónde había estudiado, pero se pasaba mirándome las piernas y al final me dijo que volviera al día siguiente a ensayar. Y así quedé para cantar los sábados con dos guitarristas de Chillán. Garrido me aconsejó ponerme un nombre de fantasía y me puse Rina del Campo. Después me di cuenta de lo que quería el guatón cochino, pero esa es otra historia. Gané experiencia en el escenario y aprendí canciones nuevas pero lo que es plata, no pagaban ni para la micro y el guatón me corrió después que le pegué un codazo en el ojo. Fíjate Irenita, cómo sería el golpe que casi lo dejé tuerto.
Después de almuerzo vamos a la Plaza Santa Lucía. Carmen sale muy arreglada, con ropa de colores y no parece niñera. Yo quiero ir en trolley pero es muy cerca, de modo que caminamos. Sentado en un banco de la plaza nos espera Sergio. Es simpático con una sonrisa bonita bajo el bigote negro, pero nunca les cuento a las tías porque es un secreto entre los tres.
-Anda a recoger hartos coquitos, - me dice Carmen.
Cuando el sol se oculta detrás de la Biblioteca nos despedimos de Sergio.
Algunos pasajeros no se iban nunca del hotel. Se quedaban a vivir, porque eran solos o porque no querían o no podían llevar una casa. El señor Minsky era uno de ellos, y las tías lo apreciaban mucho porque decían que era un caballero y principalmente porque tenía mucho dinero. Siempre que lo nombraban aparecía la palabra ‘judío’ y yo pensaba que era de otro país, pero era de Temuco y usaba sombrero y guantes para salir.
Otro de los huéspedes permanentes era Demetrio Vidal. La diferencia entre Vidal y los demás pasajeros quedó establecida desde que llegó. Les decía Inés y Valeria a las tías y las trataba de tú. Las conocía de antes, parecía conocer a todo el mundo, y muchas veces se sentaba en nuestra mesa en el comedor hablando sin parar de gente y lugares que yo jamás había escuchado. Opinaba de política, de libros y de cualquier tema que se presentara y las tías lo escuchaban encantadas. Yo no podía parar de mirarlo, era muy elegante, su pelo tan liso y aplastado, sus manos con dedos largos, y ese olorcito a agua de colonia. Me decía linda. También opinaba que yo debería ir a un colegio.
Las Blanchard vendieron una casa antigua de la calle República, que he visto en una foto amarillenta, y se hicieron cargo de la administración del Plaza de Armas. Llegamos a vivir ahí el verano del año 58, cuando el hotel ya era patito feo y yo tenía tres años. No quedaba frente a la Plaza de Armas, sino a cuadra y media por la calle Estado. Un edificio de siete pisos, fino, de buenos materiales, que se puede apreciar si uno camina mirando hacia el cielo. Según mi tía, el defecto más grave del hotel era el hecho de ser invisible. Los pasajeros de otras ciudades, que llegaban por primera vez, con su maleta y la dirección en la mano, recorrían la calle sin encontrar la entrada, oculta al fondo de una galería mal iluminada.
Recuerdo la mudanza, o más bien los bultos que permanecieron durante mucho tiempo en el pasillo frente a las habitaciones que ocupamos en el último piso del hotel. Cajas de cartón amarradas con pitilla y un gran saco de lona; ‘el saco perino’ que parecía un gorro de duende gigante.
Me gusta meterme a presión entre las cajas y quedarme escondida como en una cueva. De pronto me llaman, Irenita, Irenita, ¿Dónde estás? Eso me da mucha risa. Una tarde me quedo dormida en mi cueva y al despertar todo está oscuro y no puedo salir del agujero. Durante meses tengo pesadillas.
Cuando Carmen Tello sale a cantar a la radio me demoro en dormir porque tengo miedo. Las tías duermen en el otro extremo del piso y en la oscuridad el edificio produce ruidos amenazantes. Cerca de mi dormitorio se esconde el motor de los ascensores y cada vez que parte, yo escucho golpes y mugidos como de un animal. Ya me explicaron varias veces pero me cuesta pensar que es sólo un motor.
Una noche sueño con cientos de bolitas de colores que ruedan por el piso. Despierto cuando un rumor profundo recorre el edificio y lo comienza a mecer. Es algo desconocido y horrible, que entra a la habitación y lo sacude todo, hasta la misma cama, conmigo adentro. Mis alaridos de terror traen a las tías corriendo y seguro que despiertan a los pasajeros. Por fin me quedo callada cuando miro a tía Valeria. Tiene unos pechos grandes y saltones que no caben en su camisa de nylon.
Tía Inés está indignada con Carmen.
-Hasta cuándo vamos a tener una niñera que se manda cambiar a la radio todas las noches y deja a la niña sola. Imagínate que nosotras hubiésemos salido. Omar habría tardado horas en subir desde la recepción.
-Ay Inés, ojalá saliéramos alguna vez.
Al susto del temblor se agrega una nueva angustia. – No, tía, no quiero que se vaya la Carmencita, - y comienzo a llorar nuevamente.
-Bueno, mi linda, ya veremos, y ahora duérmase que yo la voy a acompañar un ratito. Y tú Valeria, anda a acostarte antes de que te resfríes por andar desnuda.
Tía Valeria sale al pasillo pero al instante vuelve riendo.
-Figúrate, me encontré de frente con Omar que casi se desplomó de la impresión. Y yo también pegué un salto; anda como una sombra por el pasillo.
-Y qué quieres. Si es nochero, tiene que vigilar.
Además de nuestras habitaciones, en el séptimo piso estaba la cocina del hotel, el repostero, varias bodegas y una gran terraza con vista a la cordillera. En este espacio descubierto las tías intentaron ambientar un living de verano. Recuerdo algunos maceteros con plantas moribundas y la armazón oxidada de un sillón hamaca. Jamás lograron hacer de la terraza un lugar de estar. Sucede que normalmente las casas se ensucian con tierra. En el centro de Santiago, no. Ahí todo se ensucia con hollín, un polvillo negro y pegajoso que sale de las chimeneas de los edificios y se acumula diariamente en cada rincón. El hollín llegaba desde el cielo, lo cubría todo y exterminó las plantas una por una. Con justicia, es cierto, ya que gran parte de ese hollín provenía del humo espeso que arrojaban las calderas del propio hotel. Yo era la única que ocupaba este lugar abierto para jugar con la Piccina, una gata negra que, según decían, era fundamental en la lucha contra los ratones. La gata, flaca y medio salvaje, pronto se aburría conmigo, de un salto se pasaba al edificio del lado y recorría calmadamente las cornisas, a siete pisos del pavimento.
Mi pieza quedaba a un lado de la terraza. Una habitación amplia, color verde claro con dos camas de pino, separadas por un velador. Sobre el velador, Carmen colocó la radio, para escuchar programas de música folclórica. También teníamos una foto de ella vestida de huasa con una guitarra. Carmen era bonita, joven y divertida. Aunque me dejaba sola dos o tres noches a la semana y eso no me gustaba, jugaba conmigo y me contaba cuentos. Salíamos a pasear a la Plaza de Armas y al cerro Santa Lucía, era mi amiga y yo la adoraba. Nunca permití que la echaran.
Ella soñaba con hacerse famosa como cantante. Iba de audición en audición, y las veces en que le salía algún contrato, reclamaba que pagaban una miseria. -Como cantante no vale nada, - decía tía Inés, -pero tiene la beauté du diable. Algunas veces la acompañé a la radio Minería y me parecía que cantaba como las mejores pero ahora creo que jamás hubiera surgido si no es por la ayuda de Minsky.
Nada me gustaba más que oírle sus historias, en las que ella era siempre la heroína.
-Cuéntame de cuando te hiciste cantante, -le imploraba.
-Mi primer trabajo como cantante lo conseguí sin abrir la boca. Fíjate, Irenita, que de mi familia soy la única de piel clara y pelo medio rubio. Me decían ‘rucia’ y mi mamá cuidaba mi pelo como hueso santo. Con los años se me oscureció pero siempre me dicen rucia. Pues con el primer sueldo de la panadería donde comencé a trabajar, me convertí en rubia de verdad, o más bien de mentira. Recién teñida me miraba en el espejo de la peluquería y me encontraba extraña, con el pelo amarillo y las cejas oscuras. Entonces aguanté el dolor de la depilación. Con una pinza me sacaron una por una casi todas las cejas mientras me chorreaban las lágrimas, pero quedé como yo quería y en la calle noté que me miraban con otros ojos. Esa tarde en la audición le gusté altiro al guatón Garrido. Me preguntó qué sabía cantar, dónde había estudiado, pero se pasaba mirándome las piernas y al final me dijo que volviera al día siguiente a ensayar. Y así quedé para cantar los sábados con dos guitarristas de Chillán. Garrido me aconsejó ponerme un nombre de fantasía y me puse Rina del Campo. Después me di cuenta de lo que quería el guatón cochino, pero esa es otra historia. Gané experiencia en el escenario y aprendí canciones nuevas pero lo que es plata, no pagaban ni para la micro y el guatón me corrió después que le pegué un codazo en el ojo. Fíjate Irenita, cómo sería el golpe que casi lo dejé tuerto.
Después de almuerzo vamos a la Plaza Santa Lucía. Carmen sale muy arreglada, con ropa de colores y no parece niñera. Yo quiero ir en trolley pero es muy cerca, de modo que caminamos. Sentado en un banco de la plaza nos espera Sergio. Es simpático con una sonrisa bonita bajo el bigote negro, pero nunca les cuento a las tías porque es un secreto entre los tres.
-Anda a recoger hartos coquitos, - me dice Carmen.
Cuando el sol se oculta detrás de la Biblioteca nos despedimos de Sergio.
Algunos pasajeros no se iban nunca del hotel. Se quedaban a vivir, porque eran solos o porque no querían o no podían llevar una casa. El señor Minsky era uno de ellos, y las tías lo apreciaban mucho porque decían que era un caballero y principalmente porque tenía mucho dinero. Siempre que lo nombraban aparecía la palabra ‘judío’ y yo pensaba que era de otro país, pero era de Temuco y usaba sombrero y guantes para salir.
Otro de los huéspedes permanentes era Demetrio Vidal. La diferencia entre Vidal y los demás pasajeros quedó establecida desde que llegó. Les decía Inés y Valeria a las tías y las trataba de tú. Las conocía de antes, parecía conocer a todo el mundo, y muchas veces se sentaba en nuestra mesa en el comedor hablando sin parar de gente y lugares que yo jamás había escuchado. Opinaba de política, de libros y de cualquier tema que se presentara y las tías lo escuchaban encantadas. Yo no podía parar de mirarlo, era muy elegante, su pelo tan liso y aplastado, sus manos con dedos largos, y ese olorcito a agua de colonia. Me decía linda. También opinaba que yo debería ir a un colegio.
Remate Final - Fernando Ureta
Perdí. Uno más de los miles de perdedores del sistema. Haciendo la cola para renegociar la deuda. Casi veinte años vendiendo a otros todo lo que se les ocurra en cómodas mensualidades y termino tomando la misma medicina. Al rey de las comisiones no le da ni para cubrir sus propias cuotas. Cuento el tiempo en días de pago, no en meses o años y no termina nunca. No siempre mi vida fue a crédito. Antes tenía esperanzas.
Nos juntamos a las nueve a la salida de la tienda. El lugar no era ideal para hablar del tema, así que caminamos a un local cercano. Una pitcher y un aliado cada uno.
- ¿Cómo ha estado compadre?
- Mal poh, amigo.
- Toñito, yo lo estimo, así que se las voy a cantar derechito. Su mujer lo está cambiando por mejores aires, digamos, del piso tercero.
- Lo sabía Manolo -mentira, pero no iba a confesar algo así a nadie.
- No se haga ilusiones. Su relación estaba podrida desde hace tiempo. Debí decirle antes, pero yo no soy de cahüines. A su mujer le quedó chico su mundo, parece. Usted sabe, no es bueno que salgan de la casa, se ponen a trabajar y se les sueltan las trenzas altiro.
Nos fuimos después de terminar la segunda jarra. Tenía ganas de enterrar la cabeza bajo la tierra, no salir en mucho tiempo. No entendía nada. Tarjeta roja sin haber “fauleado” a nadie. Perra de mierda.
Mis pies y mi boca decidieron pasar el mierdazo en el Jaque Mate, conversando animadamente de mi vida con varios litros de cerveza. Recuerdo la primera, llorando como imbécil. El mozo no dijo nada. Todo hombre que aparece como quiltro con el alma atropellada tiene el derecho de poder echarse a masticar su mierda. La segunda me puso un poco mejor. Empecé a pensar que no tenía porque estar cagado por la muy maricona, si ella era la chueca, la maldita del bolero. La tercera fue peleada, me trencé en una férrea disputa con la silla, quería que cayera al suelo, yo quería mantenerme arriba, o al revés. La cuarta fue, creo, un momento de lucidez, de claridad respecto a lo que tenía que hacer con mi vida. El problema es qué no me acuerdo que era. De ahí perdí la cuenta. Cómo y cuándo me sacaron del local no lo sabré nunca, aunque lo que pasó fue grave. El dolor de culo con que desperté en el Forestal todo meado y cagado era la prueba.
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Nunca me había gustado el mall. El lugar con menos alma de toda la ciudad. Una linda mole para comprar el cielo en la tierra. Las lavadoras, aspiradoras y televisores guardaban el secreto de la felicidad, la vida eterna real, con garantía de fábrica.
Mi idea era trabajar un tiempo para juntar plata y seguir estudiando. Había quedado sin crédito en la Universidad, por bajar mis notas. Las protestas eran más importantes que el estudio, la lucha social me dejó fuera de carrera. Era la excusa perfecta para librarse de mí. En vez de dar la pelea o buscar ayuda decidí que era mejor emplearme, juntar la plata solo y seguir después con los estudios. Un conocido de mi tío Pepe consiguió que me contrataran. Tuve que cortarme el pelo, usar un poco de gomina y comprar un par de trajes, en cuotas, que le tuve que pagar a mi tío.
La conocí cuando empecé a trabajar en la tienda. Parece que el hecho de ser universitario le llamó la atención. No me había dado cuenta, pero para mis compañeras de trabajo era un botín suculento. Las veía a todas iguales, uniformaditas, con el discurso y la sonrisa lista para engrupir al comprador de turno. Fichaban al desprevenido en la entrada, le decían lo que quería oír y le terminaban vendiendo un producto distinto y más caro que el que buscaba, total, en cuotas no se nota. Ese es el evangelio de un buen vendedor. Todo el día anotando lo que vendían, calculando el porcentaje. Al principio no pescaba a nadie, quería puro juntar plata y arrancar. Me encontraban quebrado, no pertenecía a la tribu. Volvíamos en la misma micro. Siempre reventado, sin hablar, sólo con ganas de llegar a dormir, diez horas de estar de pie con cara de cumpleaños. Bajaba un poco antes. Un día se quedó dormida. No se si fue adrede o no, pero cuando iba a bajar me dí cuenta de que no había bajado en su paradero. Le hablé.
- Oye, hey -la moví- despierta, se te pasó el paradero.
- Ahh, chuta, voy a tener que volver caminando. Gracias por despertarme – dijo asustada.
Se bajó conmigo. Le pregunté si sabía irse de vuelta. Puso cara de pollo, la ayudé. Caminamos por dentro de la villa, así iba a llegar más rápido a su casa. Trabajaba en lencería, lo que no dejaba de ser interesante. Era flaquita, piernas firmes, formadas andando en tacos todo el día. Su ropa era limpia y ordenada. El abrigo brillante de viejo dejaba claro que la plata no le sobraba. Era simple, me hacia reír. Tanto rato con minas densas hizo que me gustara. Nos empezamos a volver juntos, siempre conversando de la vida. De a poco fui enganchando. En la semana tratábamos de salir a almorzar juntos. Comíamos en los patios del mall, detrás de las plantas. Un amigo de la Universidad me consiguió una cabaña en la playa bien barata, en Guaylandia. Costó que calzaran los días, pero un par de semanas después nos arrancamos a la costa. Era fines de marzo, había terminado la campaña escolar y los jefes andaban felices con las ventas. Logramos que nos dieran un miércoles y un jueves.
Ahora me doy cuenta que lo hizo a propósito. El cuento de las minas vírgenes que terminan embarazadas a la primera no falla. Nos casamos. Siempre he asumido mis responsabilidades y ella lo quería así. En la pega las madres solteras volaban luego, les hacían la vida imposible, no iban con los valores de la organización. Nos fuimos de luna de miel a Maitencillo. La Caja de Compensación tenía un hotel frente a la caleta y a los empleados de la tienda les hacían un precio conveniente. Nos cambiamos a un departamento chico, en Macul. Armamos la casa con algunos regalos y sacamos otras cosas en cuotas. Íbamos juntos a trabajar todos los días hasta que salió con prenatal. Cuando llegó mi cabra me sentí feliz, me entregué. No quería más de la vida que a mis dos mujeres, darles todo. Dejé de pensar en volver a estudiar. Me transformé en un vendedor ejemplar. Los jefes me felicitaban, era el rey de las metas de venta. Incluso gané un viaje a Miami. Sólo un pasaje, se lo regalé a mi mujer. Se buscó una amiga y partió por una semana. En esa época no dude de que se portaba bien y se dedicó a tomar sol. Ahora no me queda tan claro.
Las peleas empezaron cuando volvió. Puso un pie de vuelta y empezó a transmitir. Teníamos que ser más, vivir como en Miami, como la gente bien. Parecía que hubiera vuelto del cielo en la tierra. Se salió del trabajo, comenzó a vender cosméticos desde la casa, para tener más tiempo. Exigía y exigía cosas. A duras penas y en miles de cuotas había comprado un auto, una casita con subsidio y con el resto salía a flote mes a mes, pero a ella siempre le faltaba algo. Con los muebles y electrodomésticos era lo mismo. Apenas terminaba de pagar el sofá ya quería tapizarlo según lo que decía la última revista de decoración que caía en sus manos. Si sacaba un juego de ollas exigía cambiar la cocina, no paraba. Hacía malabares todos los meses para no caer en Dicom. Mis amigos empezaron a correrse. En vez de salir a echar la talla me dedicaba a pedirles plata. Lo peor fue que malcrió a mi guagua. Dejó de ser la niña que se ponía feliz cada vez que su papá volvía del trabajo y se transformó en una máquina de pedir cosas. Cada juguete que salía en la tele, cada tontera que una de sus compañeras llevaba al colegio ella tenía que tenerlo. Estaba ciego, obsesionado con complacer a mi mujer y al monstruo de mi hija. Y la cosa no se detenía, no tenía fin.
Empecé a tener problemas en la tienda. El resto de la gente me dejaba de lado. No apoyaba a nadie y el resto no tenía el menor interés en ayudarme a mí. Las cosas se fueron poniendo cada vez más difíciles, hasta que un día me agarré con un cabro nuevo. Según él, no le anotaba sus ventas cuando estaba en la caja. Terminamos a combo limpio en medio de la tienda. Desde ahí me ficharon: “Caso problemático, en la mira. A la primera fuera”. Bajé las revoluciones para cuidar la pega, pero aumentaron los problemas en la casa. Mi señora no me apoyó, exigió más todavía. En un par de meses ya estaba viviendo nuevamente con mis padres. Ese es mi curriculum. Un breve resumen de a donde fui a parar.
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Era martes. El único día en que no iba a trabajar. Hubiera ido todos los días, pero no podía, con las nuevas leyes laborales no nos dejaron trabajar más de corrido. Estaba abriendo los ojos, soñando, viendo a mi mujer, en el momento en que la pille, la muy patuda, cuando sonó el teléfono.
- Papi, ¿Cuándo vamos a comprarle la casita a Barney?. Ya está haciendo frío. La mamá dice que o le compras una casa ahora o lo va a regalar. Se hace pipí todo el día adentro y ya no aguanta más. El tío Carlos es bien pesado con él.
- No se preocupe mi niña, no le va a faltar la casa a Barney. Vamos a sacar una casita linda para su perrito.
- ¿Por qué el tío Carlos está todo el día en la casa?
- El tío Carlos es un amigo de su mamá. Va a quedarse unos días y después vuelve a su casa. La paso a buscar al colegio, para que vayamos a la plaza.
- No me gusta la plaza, es aburrida. Mejor vamos al mall, hay hartas cosas lindas que ver.
- Mejor que tome aire Claudita. No es bueno que siempre esté metida en el mall.
- Es que quiero ver la última Barbie. A la Yenny le van a comprar una, ¿cuando la tenga yo quiero tenerla también, ya?
A las cuatro fui a buscar a mi hija al colegio. Prefería no toparme con la Marcela desde que me sacó de la casa. Cada vez que aparecía era una pelea por algo que faltaba, que había que comprar o que la niña necesitaba urgente. La huevona se dedicó a torearme para tenerme lejos, y poder tirar tranquila con su “última compra”, pero ni así me dejaba en paz.
Mi hija cada vez estaba más gorda. Supongo que era su forma de reflejar su pena, o la falta de padre. La llevé donde sus abuelos. Al menos ahí estaba seguro de que comía comida decente y tenía gente que se preocupara de ella. Era la imagen de mi fracaso.
- Te llamaron de la pega- Dijo mi madre apenas abrí la puerta.- Espera, deja ir a buscar el mensaje. Aquí está. Dijeron que mañana tienes que ir a hablar con un señor Bordalegi, o algo así, del cuarto piso.
- Gracias.
- ¿Hola mi niña? ¿Cómo te fue en la escuela?
- ¿Hay queque?
- Contéstele bien a su abuela. Si no se queda sin té- Le dije.
- Hola Abuelita- dijo desganada.
- Hola mi amor. Claro que tengo queque. Lo hice hoy especialmente para mi nieta. Vaya a lavarse las manos y siéntese en la mesa para tomar once.
Mi madre no podía ocultar su preocupación desde que volví. Su único orgullo era haber estudiado. Ser profesora de estado era lo que la diferenciaba del resto, lo que la hizo salir del barro, de la pobreza; su dignidad. Nunca se conformó con la idea de que hubiera dejado la Universidad. El volver a casa separado confirmó todas sus dudas respecto a su hijo.
La tarde con mi hija fue exacta a todos los días que pasaba con ella desde que me separé. Una lucha para que no se comiera todo el refrigerador y hacer algo que no fuera ir al mall. A veces lograba llevarla a algún lugar al aire libre, siempre con la promesa de comprarle algo después. Un par de museos, una vez al Parque Forestal y otra a la Plaza de Armas. Sería todo. El resto era una rutina de tomar té donde mis padres, unas horas en el mall comprando algo y de vuelta a su casa. Ese martes fue lo mismo. La casita del perro fue la excusa. Una mugre plástica en veinticuatro cuotas. Dos años de mi vida pagando algo que seguro el poodle pulguiento de mi hija no iba a usar.
Dejé a la Claudita en la entrada del condominio. El auto del patas negras estaba afuera. Le pasé la casita al guardia y le pedí que la llevara diciendo que estaba apurado. Por suerte aún me tenía buena, solidarizaba conmigo. En una de esas no era el único ex marido con el otro de local. Contaba que el huevón era prepotente, se quejaba como si fuera suya la casa. El resto no lo soportaba. Esta vez no hubo intercambio de información, no tenía ganas de oír cahüines sobre mi mujer y su actual macho. Sólo quería dormir, estaba preocupado por la llamada de la pega. Las cosas no andaban tan bien, pero necesitaba el trabajo. Vender era lo único que sabía hacer.
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Bordaberry era suche del Gerente de Personal. Un par de veces lo vi en el casino. La gente no lo quería mucho, decían que era sapo. Pregunté por él. Después de veinticinco minutos me llevaron a una sala de reuniones. Nunca había estado ahí. Chica, una pura mesa y seis sillas. Nada en las paredes. Sólo una ventana a un patio de luz.
Llegó solo. Apenas entró supe de que se trataba. Se dió un par de vueltas, las excusas del caso, que me estimaba, que le habían dicho que tenía que hacerlo, a él le dolía en el alma tener que ser el que me daba la noticia: racionalización, nada personal, le puede tocar a cualquiera y esas cosas. La empresa iba a responder con todo, de eso me podía quedar tranquilo. Preguntó si tenía alguna duda. Me quedé en silencio un rato. Miles de cosas a la vez pasaron por mi mente, hasta que una imagen empezó a formarse en mi cabeza. El jefecito. El que se tira a mi mujer. El muy hijo de puta. Era el culpable. Me paré. Iba saliendo de la oficina cuando me dí vuelta. Lo miré, pensé decirle lo que pensaba de él -Macabeo de mierda, siempre vaí a ser un chupa cornetas– pero no me atreví. Salí con un portazo. Bajé a buscar mis cosas. Todos me miraban con cara de fiambre. Alguno hacía el amague de venir a decirme algo, pero supongo que mi cara de furia los hacia cambiar de idea. Empecé a guardar las pocas cosas que tenía. Un par de útiles de aseo, un chaleco sin mangas y mi calculadora. Iba saliendo de la tienda, bajando por la escalera eléctrica hacia la salida principal cuando lo ví, subiendo las escalas, muy conversador con otro par de encargados medio pollo del piso superior. Se hizo el huevón, un comentario a los otros dos que sonrieron y miró para otro lado. Empecé a bajar las escalas corriendo, empujé a un par de compradores mañaneros y tomé la escala de vuelta, hacia el piso superior. Llegué en dos segundos. Lo busqué. Estaba en decoración, chachareando con los otros dos. Avancé rápido. En un par de zancadas estaba detrás de él. No alcanzó a darse vuelta cuando tiré el primer combo. Si no me agarran los guardias lo habría matado. Lo dejé tirado en el suelo, debajo de un alto de productos y colgadores que le cayeron encima. Me llevaron a la oficina de seguridad, donde dejan a los “mecheros” que logran atajar. Llegó uno de los gerentes.
- ¿Éste es?
- Sí.
- ¿Cómo es posible que haya armado el escándalo que hizo?. ¿Sabe lo que nos puede costar?. El pobre Arriagada esta en la clínica. Después de todos estos años, de todo lo que la empresa ha hecho por usted. Se salvó de que no hubiera sido un cliente. Quiero que salga y no vuelva a pisar esta tienda, ni ninguno de nuestros locales. ¡Me voy a encargar de que no encuentre trabajo en ninguna parte señor!. Y olvídese de su indemnización.
Cerró de un portazo. Los guardias me sacaron cariñosamente por atrás, como delincuente. Me senté en el jardín, frente a la entrada del mall. Estaba como en el aire. Por un lado feliz de haber puesto en su lugar al mierda, pero, por otro, asumiendo que me habían cortado. Estaba en blanco. Empecé a caminar, sin rumbo. Debe haber sido mucho rato, porque cuando me dí cuenta estaba en el Parque Bustamante.
Me senté en uno de los bancos, entre medio de viejos que apenas se arrastraban, nanas paseando cabros chicos y jóvenes en skate. Sentía la mierda dentro, apretando para salir. Me agaché y empezó el río. Años de aguantar, de hacerse el huevón, de no pensar. Todo el día como un autómata para simplemente llegar a fin de mes. Mi vida pasaba frente a mí. Un mes para cumplir cuarenta y lo único que tenía era deudas. La cama en que dormía era de mis padres. La ropa que usaba era de la tienda. La casa y el auto eran de la financiera. En una de esas mi hija también era un préstamo que se había conseguido por ahí mi mujer. Con los seguros de los créditos valía más muerto que vivo. Si me tiraba al Mapocho mi mujer sería automáticamente dueña de su casa, su auto y sus cosas. Antes no quería ver, admitir la verdad, el sistema me compró y no hice nada para oponerme, simplemente me dejé llevar.
No había comido nada en todo el día. En Portugal con Marcoleta me metí en uno de los viejos barsuchos que frecuentábamos en la Universidad con mis compañeros. Recordar esos tiempos fue peor. Pedí un aliado y una cerveza. No podía sacarme de la cabeza las cosas que habían pasado hoy, la magistral culminación de una cadena de malas decisiones. Debo haber estado chupando un buen rato. Nuevamente me borré. Últimamente terminaba cocido varias veces a la semana. Era lo único que quedaba de mi época universitaria.
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Desperté en mi cama, con un hachazo gigante. Mi madre prendió la luz temprano, antes de las siete.
- Mijito, ¿se siente bien?. ¿Quiere que llame a su trabajo avisando que está enfermo?
La miré. A pesar de la resaca veía clarito su cara de preocupación.
- No mamá, no haga nada. Me cortaron, no tiene que avisar hoy ni nunca más.
No dijo nada. Respiró hondo, se paró y salió de la pieza. Seguí durmiendo. No sé qué horas eran cuando me levanté, pero hacía calor. Mi cuerpo fermentaba cerveza. En la cocina había una nota de mi madre. Había ido con el papá al doctor. En la tarde íbamos a conversar, podía comer unos porotos de almuerzo que estaban en la olla. Calenté el plato. La inercia del trabajo no se me pasaba aún.
Comí sin ganas, sólo para que mi estómago digiriera algo más que alcohol. Di un par de vueltas y salí. Nuevamente a aplanar veredas. Era mi forma de quedar en blanco, de olvidar, de omitir lo que estaba pasando. Al principio fue sin rumbo, después mis pies se empezaron a dirigir a mi casa. El conserje me saludo efusivamente. Seguro que ahora era su Martín Vargas. Toqué la puerta.
- ¿Qué haces aquí?
- Necesito hablar.
- No tenemos nada de que hablar. ¿No te basta con lo que le hiciste a Carlos ayer?. Lo dejaron en la clínica en observación. Casi pierde el ojo.
- Qué bueno, así no anda mirando la fruta ajena.
- ¡Imbécil!. Ándate. No quiero que armes una escena aquí. Éste es un lugar decente.
- Claro, por eso yo pago las cuentas y otro gil se come el huevito. Eres muchas cosas, pero decente no mi amor.
- ¡Andate de aquí! Huevón de mierda. ¡No quiero verte más!
Era raro. Sentía que a pesar de todo aún había algo. Un par de chanchazos pueden ser una buena solución a los problemas de pareja. Tal vez ahora era medio sadomasoquista, le gustaba la sangre, el cuero y los látigos. Le di vueltas un rato a la idea. Mi celular empezó a sonar. El Compadre. Quería verme, estaba preocupado. Dijo que la gente de la tienda también. No creí mucho lo último, pero un par de chelas gratis no me iban a venir mal. Quedamos en juntarnos al día siguiente, en el mismo lugar de la otra vez.
Mi madre ya había acostado al viejo cuando volví. Desde que lo jubilaron por asbestosis era un inválido. Se moría de a poco, cada día menos humano, más planta. Los hombres de la familia éramos todos inútiles. Estaba esperándome en la cocina. Sirvió café para los dos.
- ¿Que pasó?
- Necesidades de la empresa.
- ¿Seguro que nada más?
- Sí. Le puede pasar a cualquiera. ¿Cuánta gente ha pasado por lo mismo?. Ninguna empresa te tiene eternamente. Los trabajadores con veinte o treinta años de servicio no existen, son historia mamá.
- Mmm. Hay algo más que no me estás contando. Te van a pagar todo, supongo.
- Claro, lo legal, lo que corresponde. Tengo que ir el viernes a firmar el finiquito.
- ¿Y qué vas a hacer?
- Aún no lo sé. Supongo que buscar pega en otra parte.
- ¿Por qué no usas esa plata y vuelves a la universidad?.
- No vieja. Tendría que empezar de nuevo. Hace mucho tiempo que mi cabeza calcula puras comisiones, sólo sirve para eso.
- Tengo una platita ahorrada. Te podría ayudar un poco. Tal vez es la oportunidad de tu vida.
- Gracias. Voy a pensarlo.
La oferta me sorprendió. Había renunciado a esa posibilidad hace tiempo. Volver a empezar casi a los cuarenta. Cuando saliera con suerte iba a tener cuarenta y cinco. Recién titulado y automáticamente fuera del mercado laboral. Tenía otro objetivo en mente. No podía sacarme de la cabeza la imagen del jefecito. Todo mi odio, mis frustraciones y mis sentimientos estaban cruzados por esa imagen. Quería matarlo. Librarme de él. Si lo eliminaba todo iba a volver a la normalidad. Era un producto, un simple saldo de bodega, que había que liquidar, un cacho que no se vendía nunca, como dirían mis ex – colegas. Volví a mi pieza. Estaba cansado. No me daba el cuero para salir a seguir chupando. Mi cuerpo pedía descansar y recuperar energías.
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Nos juntamos a la hora del cierre. El compadre se arrancó un poco antes. Había pedido a otro que hiciera el arqueo de su caja. Conversamos de muchas cosas. Me ofreció ayuda, poner un negocio, independizarme. Le dí las gracias, lo iba a pensar. Aproveché una ida al baño para cambiar el tema. Le pregunté por él, quería saber cómo estaba, si había vuelto a trabajar. Hoy lo había visto. Aún no se le iba completamente el ojo en tinta. Lo habían ascendido, ahora era Coordinador de Piso, de la plana mayor. La noticia fue como que me metieran un ají en el culo. El damnificado del cuento era yo y al perla lo premian. Cambiamos de tema. Conversamos de otras tonteras un rato más y nos fuimos. Coordinador de piso. Había subido de pelo. Horario fijo, buen sueldo y un porcentaje de todo lo que se vendiera en la tienda. Mi señora debía estar contenta. Seguro que se mudaba al barrio alto. Feliz de vieja cuica, casa en el cerro, plata para comprar de todo, nana y con un poco de suerte casa en la playa en unos años más. Mi hija iba a empezar a encontrarme rasca, a odiarme porque no iba a poder comprarle las cosas que sus compañeras llevaran a su nuevo colegio. Era el minuto. No podía dejar que éste chuchasumadre ganara. O hacía algo ahora o iba a perder definitivamente.
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Nuevamente fui a echar la talla con el cuidador del condominio. Era una buena fuente de información y seguramente soñaba con ver el segundo round en vivo y en directo. No costó mucho para que soltara lo que necesitaba. El culiado llegaba tarde los jueves. Parece que iba a clases o algo así. Decidí pasar a hablar con mi mujer.
- ¿De nuevo aquí? Qué quieres, ¿que me queje en el juzgado?
- No sería mala idea. De pasadita le explicas a la jueza como hiciste para sacar a tu marido y meter a tu amante a la casa. Seguro que va a estar muy interesada. No vine a pelear. He pensado mucho y quiero resolver este asunto. Cortarlo de una vez y empezar de nuevo. Tengo una entrevista en Viña. Si me resulta puedo dejarte tranquila. Necesito el auto. Te lo traigo el viernes, sin falta. –La pensó un segundo.
- Bueno. Pero lo hago sólo por la niña. No es bueno que vea que su padre es un bueno para nada.
- Gracias. No te vas a arrepentir, vas a ver. Lo paso a buscar mañana temprano.
- Llévatelo ahora. No lo necesito. Espera, voy a buscar las llaves.
Estaba seguro que no se iba a arrepentir. Si ella había empezado este cuento lo mínimo es que me ayudara a terminarlo. Con el auto mi plan iba a andar más rápido. Quería actuar luego, si esperaba mucho iba a ser peor para todos. En el Homecenter compré todo lo que necesitaba, cordeles, huincha y un par de cosas más. Por suerte mi viejo tenía una pistola guardada en la casa. La había comprado hace tiempo. Cuando supimos el diagnostico la mamá me la pasó para que la tuviera. Gracias a eso tenía resuelta la parte difícil del plan.
En la tarde partí al mall. Llegué como a las seis. Ni siquiera tuve que esperar. Iba saliendo. Esperé lo suficientemente lejos para que no reconociera el auto. Lo seguí. Esforzado el cabro. Salir de la pega y estudiar vespertino es fuerte. El muy mierda estudiaba en una universidad privada en la punta del cerro. Parece que todo se daba para facilitarme las cosas. Cuando salió su auto era el único que quedaba. No empecé con mi plan en ese momento sólo porque no tenía listo el lugar donde despachar al desgraciado. El otro jueves nos íbamos a ver las caras.
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El resto de la semana no hice mucho. La vida de cesante no es muy activa. Una vuelta por la Inspección del Trabajo, donde quedaron muy interesados en dejarse caer en la tienda ya que ni siquiera me habían entregado mi finiquito, ayudar un poco a mi madre con el viejo y el martes con mi hija. Aparte caminar, siempre afinando mi plan. Íbamos a pasar unos días en San Alfonso, en el Cajón del Maipo. Mis tíos tenían una cabañita, antes de llegar al pueblo. Usé el auto de mi mujer para llevar todo lo necesario a la cabaña, el “viaje a Viña” fue bastante fructífero. En está época del año no había nadie por la zona. Para el verano el hoyo iba a estar bien tapado por vegetación, dicen que los patas negras son buen abono. Un lindo arbolito encima iba a ser su lápida.
El jueves todo salió a pedir de boca. El mierda llegó a la hora y se estacionó al final, lejos de todo. Media hora antes de que saliera me escondí cerca, casi pegado a la puerta del copiloto. Tenía que esperar un poco y todo iba a empezar a solucionarse. Era tan mamón que salió a la hora. Esperé escondido al lado de la puerta. Apenas abrió y se subió me senté a su lado.
- Tenemos un asunto que liquidar tú y yo. Un largo listado de cuentas pendientes, varias comisiones que no me pagastes.
- Yo no te debo nada. –dijo con cara de espanto.
- Creo que sí –dije sacando la pistola- Ahora, prende el auto y vámonos. Muy tranquilito y sin hacer huevadas, mira que si no lo arreglamos aquí mismo.
Estaba blanco. Prendió el auto y partió. Manejaba nervioso, casi a punto de ponerse a llorar.
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Durante el viaje no abrió la boca, una momia. Había comprado unos metros de cadena de acero, con los que le fabriqué unas cadenas para pies y manos. Apenas llegamos se las puse. Lo dejé lloriqueando al lado del auto, sin las llaves y a la vista por si trataba de arrancarse. La cabaña estaba congelada. Por suerte siempre había leña, prendí un buen fuego.
- ¡Ya, déjate de mariconeos!. Todavía no empezamos y mostrando la hilacha.
- Déjame ir, por favor, te juro que no me acerco a la Marcela de nuevo.
- Mira mierda. Te lo voy a decir una sola vez. Los hombres duermen adentro calentitos, los maricones se quedan afuera, amarrados a un árbol. Tú me dices dónde quieres pasar la noche.
- Adentro –dijo sorbeteándose los mocos.
Lo amarré cerca del fuego. Se quedó bien tranquilito, sentado en el suelo, al lado del sillón. Mirando el rincón. como perrito faldero. Comí algo. A mi fiel amigo le había traído un poco de pelets y agua. Se las dejé al lado. Los miró con asco.
- Esperate no más. Mañana vas a chupetear el plato. No será Purina, pero igual se deja comer. No sé tú, pero para mí todos los pelets son iguales. Ahora, a dormir. Ah, tu último regalito. –Le amarré un cencerro de vaca en el cogote - así no se te ocurre moverte. Si metes mucha bulla te despacho. ¿Estamos?. No sé que te habrá contado la Marcela, pero si me molestan mientras duermo me pongo violento.
Hacía mucho tiempo que no dormía tan bien. El aire de la montaña me rejuveneció. Cuando desperté el pobre gil dormía en el suelo, acurrucado. La baba le corría y tiritaba de frío. Casi me dio pena. Prendí la chimenea.
- Buenos días, durmió bien Fifi?
- Tengo frío. Necesito ir al baño.
- Afuera querrás decir. Los animales hacen sus necesidades en los arbolitos. Esperate, te voy a llevar. Déjame soltar la cadena para que puedas gatear.
- Al menos me podrías dar un poco de confort.
- ¿De cuando que los quiltros usan papel?. Que yo sepa el culo se lo lamen, nada más. No te pongas exquisito, mira que los guaus mañosos terminan en la cacerola. Además, no has comido, así que nada de favores. Si uno es blando con un animal se suben por el chorro, y hay que sacrificarlos. ¿Quieres eso?
Lo saqué a hacer sus necesidades. Hacía mucho frío. La cadena era lo suficientemente larga como para no tener que estar encima oliendo la mierda, pero por el escándalo parece que la churretera era fuerte. Se limpió con unas ramitas. Lo llevé a la manguera para que se lavara las manos. Entramos. Volvió a su rincón.
Después de bañarme salí a dar una vuelta, a elegir el lugar donde hacer el hoyo. Había comprado una Araucaria, medía casi metro y medio. Según dijo el hombre del jardín estábamos en buena época para transplantarla. Ideal para dejar un buen recuerdo de mis vacaciones en la cabaña de mis parientes.
Las cosas estaban funcionando demasiado bien. Creí que iba a poner algo de resistencia, a tratar de reaccionar, pero era más pollerudo que poodle. Realmente no entendía qué había visto mi mujer en este gil. Tenía que resolver rápido este asunto, cortarlo luego o me iba a terminar encariñando de mi nueva mascota. A unos cien metros de la casa había un sendero que subía hacia el cerro, alejado del camino. Era el lugar perfecto. Mi cachorro estaba alterado cuando volví. Se movía de lado a lado, todo lo que permitía su cadena.
- ¿Qué te pasa, de nuevo tienes que ir a levantar la patita?.
- No me hagas nada, por favor, te doy lo que quieras. –dijo con ojos de desesperación.
- Creía que eras más hombrecito. No me gustan los que flaquean.
- Por favor, déjame ir. Hago lo que quieras. Dejo a la Marcela, te doy plata, cualquier cosa, lo que sea.
- ¿Lo que sea? ¿No será mucho?
- Lo que sea. En serio.
- Es una oferta interesante. Vamos a discutirla mientras trabajas. Vamos, es mejor que empecemos de una vez, así no terminamos tan tarde.
Estaba completamente entregado, era un trapo. No era necesario tirarlo para que se moviera, bastaba con moverse y empezaba a gatear detrás. Le solté la cadena de los pies para que pudiera trabajar más rápido.
- Bueno, empieza. No demoremos más el trámite.
- Te lo ruego –dijo con ojos llorosos- no me hagas nada.
- No hagas que me enoje. Si te portas bien no te va a doler, te lo prometo.
Empezó a cavar. No es que fuera un experto en el tema, de hecho estaba improvisando, pero mi víctima era un zombi que no reaccionaba con nada, lo había hecho todo fácil. Tal vez tenía talento natural para aterrorizar a la gente. Mientras el hoyo tomaba profundidad empezaron mis dudas. Mi cabeza empezó a traicionarme. No me sentía capaz. Algo tan fácil como apretar el gatillo de la pistola me pesaba. Me senté en una roca cerca y miré para otro lado. No quería verlo, era peor. Si al menos me la hubiera puesto más difícil, mi odio hubiera seguido con la misma intensidad. Mi borrego me estaba conquistando. Cuando ya llevaba como un metro le dije que parara. No se veía nada y me estaba cagando de frío. Primero puso cara de corderito degollado, pero cuando le dije que regresábamos a la cabaña le volvió el alma al cuerpo, estoy seguro de que si le hubiera tirado un palito me lo traía en la boca y moviendo el culo con autentica felicidad perruna.
Al volver lo amarré nuevamente y prendí el fuego. No quise comer. Mis dudas me estaban atormentando. Casi no dormí. Cuando desperté me sentía molido, como si me hubieran apaleado. Salí de la pieza y me preparé un café. Mi mascota dormía plácidamente. Había armado una cama con los cojines del sillón y se abrigó con los chales que mi tía usaba para tapar los muebles. Verlo me revolvía la guata. Tanto tiempo lamiendo culos en la tienda buscando ascender lo habían transformado naturalmente en una bestia sumisa. Lo miraba y me veía a mi mismo, en lo que me había convertido. Empezaba a ver con más claridad, una metamorfosis de lo que nunca había querido ser, un simple peón de juego. Terminar con él iba a liberarme de todo eso. Le dejé un café y un pan con mantequilla al lado de su cama y me fui a duchar. No lo iba a privar de su última cena.
Cuando salí de la pieza había terminado su desayuno. Le faltaba la cola para moverla. Al ver que tomaba de nuevo la pala y la picota la esperanza se le esfumó del rostro y su cara volvió a ser la de antes. De vuelta en la escena del crimen calculé que con medio metro más la fosa tendría la suficiente profundidad para meter al gusano y al arbolito.
La cabeza me seguía dando vueltas, las dudas y el remordimiento continuaban. Como a medio día la fosa estaba terminada. Amarré bien a comenunca y volví a la cabaña a buscar la Araucaria. La pistola en el bolsillo pesaba toneladas, era como si toda la tierra que había sacado del hoyo estuviera en mis bolsillos. Volví. Era mejor terminar todo de una vez.
- ¡Ya huevón!. No le demos más vueltas al asunto. Metete adentro. -La cara se le desfiguró. El hombre desesperado reemplazó al perrito faldero en un segundo. Se tiró a mis pies llorando.
- Por favor, por favor. Hago lo que quieras, pero no me mates. Puedo ser tu perro, tu gato, lo que se te ocurra. –Su cara cambió de golpe- También puedo hacer cosas ricas, si tú quieres.- Se tiró a bajarme el cierre con cara calentona.
- ¡Correte mierda! – Dije pateándolo- Lo único que me falta es que quieras chúparmela. Linda la huevá. Te tiraí a mi mujer, ahora querís mamarmela a mí. ¿Me imagino que mi hija es la siguiente, no? -Se tiró al suelo llorando.
- Perdona, perdona, pero no me mates, por favor, ¡te lo ruego!
Lloraba como magdalena. Era patético verlo. Agarré la pistola y le apunté. No era un hombre, sino que montón de piel enjuagada en lágrimas. El olor a mierda se empezó a sentir en el ambiente. De verlo daba asco. No pude, era demasiado. Me senté en la piedra, al lado del hoyo. Era un pobre becerro y me estaba poniendo a su altura. Si lo mataba simplemente iba a terminar de cagarla. La guinda de la torta de una larga serie de errores iba a ser vivir con la culpa de despachar a un pobre gil más cagado que yo.
Lo llevé de vuelta a la cabaña. Le dije que fuera a bañarse. Preparé un arroz pegoteado, la cocina no era mi fuerte. No hablamos mucho. Sólo le dije que se alejara de mi mujer y que no se fuera de casette con su viaje a la cordillera. El pobre cristiano aún no se convencía del todo. Una vez que se fue aproveché de plantar el árbol. Era el signo de lo que vendría por delante.
Nos juntamos a las nueve a la salida de la tienda. El lugar no era ideal para hablar del tema, así que caminamos a un local cercano. Una pitcher y un aliado cada uno.
- ¿Cómo ha estado compadre?
- Mal poh, amigo.
- Toñito, yo lo estimo, así que se las voy a cantar derechito. Su mujer lo está cambiando por mejores aires, digamos, del piso tercero.
- Lo sabía Manolo -mentira, pero no iba a confesar algo así a nadie.
- No se haga ilusiones. Su relación estaba podrida desde hace tiempo. Debí decirle antes, pero yo no soy de cahüines. A su mujer le quedó chico su mundo, parece. Usted sabe, no es bueno que salgan de la casa, se ponen a trabajar y se les sueltan las trenzas altiro.
Nos fuimos después de terminar la segunda jarra. Tenía ganas de enterrar la cabeza bajo la tierra, no salir en mucho tiempo. No entendía nada. Tarjeta roja sin haber “fauleado” a nadie. Perra de mierda.
Mis pies y mi boca decidieron pasar el mierdazo en el Jaque Mate, conversando animadamente de mi vida con varios litros de cerveza. Recuerdo la primera, llorando como imbécil. El mozo no dijo nada. Todo hombre que aparece como quiltro con el alma atropellada tiene el derecho de poder echarse a masticar su mierda. La segunda me puso un poco mejor. Empecé a pensar que no tenía porque estar cagado por la muy maricona, si ella era la chueca, la maldita del bolero. La tercera fue peleada, me trencé en una férrea disputa con la silla, quería que cayera al suelo, yo quería mantenerme arriba, o al revés. La cuarta fue, creo, un momento de lucidez, de claridad respecto a lo que tenía que hacer con mi vida. El problema es qué no me acuerdo que era. De ahí perdí la cuenta. Cómo y cuándo me sacaron del local no lo sabré nunca, aunque lo que pasó fue grave. El dolor de culo con que desperté en el Forestal todo meado y cagado era la prueba.
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Nunca me había gustado el mall. El lugar con menos alma de toda la ciudad. Una linda mole para comprar el cielo en la tierra. Las lavadoras, aspiradoras y televisores guardaban el secreto de la felicidad, la vida eterna real, con garantía de fábrica.
Mi idea era trabajar un tiempo para juntar plata y seguir estudiando. Había quedado sin crédito en la Universidad, por bajar mis notas. Las protestas eran más importantes que el estudio, la lucha social me dejó fuera de carrera. Era la excusa perfecta para librarse de mí. En vez de dar la pelea o buscar ayuda decidí que era mejor emplearme, juntar la plata solo y seguir después con los estudios. Un conocido de mi tío Pepe consiguió que me contrataran. Tuve que cortarme el pelo, usar un poco de gomina y comprar un par de trajes, en cuotas, que le tuve que pagar a mi tío.
La conocí cuando empecé a trabajar en la tienda. Parece que el hecho de ser universitario le llamó la atención. No me había dado cuenta, pero para mis compañeras de trabajo era un botín suculento. Las veía a todas iguales, uniformaditas, con el discurso y la sonrisa lista para engrupir al comprador de turno. Fichaban al desprevenido en la entrada, le decían lo que quería oír y le terminaban vendiendo un producto distinto y más caro que el que buscaba, total, en cuotas no se nota. Ese es el evangelio de un buen vendedor. Todo el día anotando lo que vendían, calculando el porcentaje. Al principio no pescaba a nadie, quería puro juntar plata y arrancar. Me encontraban quebrado, no pertenecía a la tribu. Volvíamos en la misma micro. Siempre reventado, sin hablar, sólo con ganas de llegar a dormir, diez horas de estar de pie con cara de cumpleaños. Bajaba un poco antes. Un día se quedó dormida. No se si fue adrede o no, pero cuando iba a bajar me dí cuenta de que no había bajado en su paradero. Le hablé.
- Oye, hey -la moví- despierta, se te pasó el paradero.
- Ahh, chuta, voy a tener que volver caminando. Gracias por despertarme – dijo asustada.
Se bajó conmigo. Le pregunté si sabía irse de vuelta. Puso cara de pollo, la ayudé. Caminamos por dentro de la villa, así iba a llegar más rápido a su casa. Trabajaba en lencería, lo que no dejaba de ser interesante. Era flaquita, piernas firmes, formadas andando en tacos todo el día. Su ropa era limpia y ordenada. El abrigo brillante de viejo dejaba claro que la plata no le sobraba. Era simple, me hacia reír. Tanto rato con minas densas hizo que me gustara. Nos empezamos a volver juntos, siempre conversando de la vida. De a poco fui enganchando. En la semana tratábamos de salir a almorzar juntos. Comíamos en los patios del mall, detrás de las plantas. Un amigo de la Universidad me consiguió una cabaña en la playa bien barata, en Guaylandia. Costó que calzaran los días, pero un par de semanas después nos arrancamos a la costa. Era fines de marzo, había terminado la campaña escolar y los jefes andaban felices con las ventas. Logramos que nos dieran un miércoles y un jueves.
Ahora me doy cuenta que lo hizo a propósito. El cuento de las minas vírgenes que terminan embarazadas a la primera no falla. Nos casamos. Siempre he asumido mis responsabilidades y ella lo quería así. En la pega las madres solteras volaban luego, les hacían la vida imposible, no iban con los valores de la organización. Nos fuimos de luna de miel a Maitencillo. La Caja de Compensación tenía un hotel frente a la caleta y a los empleados de la tienda les hacían un precio conveniente. Nos cambiamos a un departamento chico, en Macul. Armamos la casa con algunos regalos y sacamos otras cosas en cuotas. Íbamos juntos a trabajar todos los días hasta que salió con prenatal. Cuando llegó mi cabra me sentí feliz, me entregué. No quería más de la vida que a mis dos mujeres, darles todo. Dejé de pensar en volver a estudiar. Me transformé en un vendedor ejemplar. Los jefes me felicitaban, era el rey de las metas de venta. Incluso gané un viaje a Miami. Sólo un pasaje, se lo regalé a mi mujer. Se buscó una amiga y partió por una semana. En esa época no dude de que se portaba bien y se dedicó a tomar sol. Ahora no me queda tan claro.
Las peleas empezaron cuando volvió. Puso un pie de vuelta y empezó a transmitir. Teníamos que ser más, vivir como en Miami, como la gente bien. Parecía que hubiera vuelto del cielo en la tierra. Se salió del trabajo, comenzó a vender cosméticos desde la casa, para tener más tiempo. Exigía y exigía cosas. A duras penas y en miles de cuotas había comprado un auto, una casita con subsidio y con el resto salía a flote mes a mes, pero a ella siempre le faltaba algo. Con los muebles y electrodomésticos era lo mismo. Apenas terminaba de pagar el sofá ya quería tapizarlo según lo que decía la última revista de decoración que caía en sus manos. Si sacaba un juego de ollas exigía cambiar la cocina, no paraba. Hacía malabares todos los meses para no caer en Dicom. Mis amigos empezaron a correrse. En vez de salir a echar la talla me dedicaba a pedirles plata. Lo peor fue que malcrió a mi guagua. Dejó de ser la niña que se ponía feliz cada vez que su papá volvía del trabajo y se transformó en una máquina de pedir cosas. Cada juguete que salía en la tele, cada tontera que una de sus compañeras llevaba al colegio ella tenía que tenerlo. Estaba ciego, obsesionado con complacer a mi mujer y al monstruo de mi hija. Y la cosa no se detenía, no tenía fin.
Empecé a tener problemas en la tienda. El resto de la gente me dejaba de lado. No apoyaba a nadie y el resto no tenía el menor interés en ayudarme a mí. Las cosas se fueron poniendo cada vez más difíciles, hasta que un día me agarré con un cabro nuevo. Según él, no le anotaba sus ventas cuando estaba en la caja. Terminamos a combo limpio en medio de la tienda. Desde ahí me ficharon: “Caso problemático, en la mira. A la primera fuera”. Bajé las revoluciones para cuidar la pega, pero aumentaron los problemas en la casa. Mi señora no me apoyó, exigió más todavía. En un par de meses ya estaba viviendo nuevamente con mis padres. Ese es mi curriculum. Un breve resumen de a donde fui a parar.
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Era martes. El único día en que no iba a trabajar. Hubiera ido todos los días, pero no podía, con las nuevas leyes laborales no nos dejaron trabajar más de corrido. Estaba abriendo los ojos, soñando, viendo a mi mujer, en el momento en que la pille, la muy patuda, cuando sonó el teléfono.
- Papi, ¿Cuándo vamos a comprarle la casita a Barney?. Ya está haciendo frío. La mamá dice que o le compras una casa ahora o lo va a regalar. Se hace pipí todo el día adentro y ya no aguanta más. El tío Carlos es bien pesado con él.
- No se preocupe mi niña, no le va a faltar la casa a Barney. Vamos a sacar una casita linda para su perrito.
- ¿Por qué el tío Carlos está todo el día en la casa?
- El tío Carlos es un amigo de su mamá. Va a quedarse unos días y después vuelve a su casa. La paso a buscar al colegio, para que vayamos a la plaza.
- No me gusta la plaza, es aburrida. Mejor vamos al mall, hay hartas cosas lindas que ver.
- Mejor que tome aire Claudita. No es bueno que siempre esté metida en el mall.
- Es que quiero ver la última Barbie. A la Yenny le van a comprar una, ¿cuando la tenga yo quiero tenerla también, ya?
A las cuatro fui a buscar a mi hija al colegio. Prefería no toparme con la Marcela desde que me sacó de la casa. Cada vez que aparecía era una pelea por algo que faltaba, que había que comprar o que la niña necesitaba urgente. La huevona se dedicó a torearme para tenerme lejos, y poder tirar tranquila con su “última compra”, pero ni así me dejaba en paz.
Mi hija cada vez estaba más gorda. Supongo que era su forma de reflejar su pena, o la falta de padre. La llevé donde sus abuelos. Al menos ahí estaba seguro de que comía comida decente y tenía gente que se preocupara de ella. Era la imagen de mi fracaso.
- Te llamaron de la pega- Dijo mi madre apenas abrí la puerta.- Espera, deja ir a buscar el mensaje. Aquí está. Dijeron que mañana tienes que ir a hablar con un señor Bordalegi, o algo así, del cuarto piso.
- Gracias.
- ¿Hola mi niña? ¿Cómo te fue en la escuela?
- ¿Hay queque?
- Contéstele bien a su abuela. Si no se queda sin té- Le dije.
- Hola Abuelita- dijo desganada.
- Hola mi amor. Claro que tengo queque. Lo hice hoy especialmente para mi nieta. Vaya a lavarse las manos y siéntese en la mesa para tomar once.
Mi madre no podía ocultar su preocupación desde que volví. Su único orgullo era haber estudiado. Ser profesora de estado era lo que la diferenciaba del resto, lo que la hizo salir del barro, de la pobreza; su dignidad. Nunca se conformó con la idea de que hubiera dejado la Universidad. El volver a casa separado confirmó todas sus dudas respecto a su hijo.
La tarde con mi hija fue exacta a todos los días que pasaba con ella desde que me separé. Una lucha para que no se comiera todo el refrigerador y hacer algo que no fuera ir al mall. A veces lograba llevarla a algún lugar al aire libre, siempre con la promesa de comprarle algo después. Un par de museos, una vez al Parque Forestal y otra a la Plaza de Armas. Sería todo. El resto era una rutina de tomar té donde mis padres, unas horas en el mall comprando algo y de vuelta a su casa. Ese martes fue lo mismo. La casita del perro fue la excusa. Una mugre plástica en veinticuatro cuotas. Dos años de mi vida pagando algo que seguro el poodle pulguiento de mi hija no iba a usar.
Dejé a la Claudita en la entrada del condominio. El auto del patas negras estaba afuera. Le pasé la casita al guardia y le pedí que la llevara diciendo que estaba apurado. Por suerte aún me tenía buena, solidarizaba conmigo. En una de esas no era el único ex marido con el otro de local. Contaba que el huevón era prepotente, se quejaba como si fuera suya la casa. El resto no lo soportaba. Esta vez no hubo intercambio de información, no tenía ganas de oír cahüines sobre mi mujer y su actual macho. Sólo quería dormir, estaba preocupado por la llamada de la pega. Las cosas no andaban tan bien, pero necesitaba el trabajo. Vender era lo único que sabía hacer.
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Bordaberry era suche del Gerente de Personal. Un par de veces lo vi en el casino. La gente no lo quería mucho, decían que era sapo. Pregunté por él. Después de veinticinco minutos me llevaron a una sala de reuniones. Nunca había estado ahí. Chica, una pura mesa y seis sillas. Nada en las paredes. Sólo una ventana a un patio de luz.
Llegó solo. Apenas entró supe de que se trataba. Se dió un par de vueltas, las excusas del caso, que me estimaba, que le habían dicho que tenía que hacerlo, a él le dolía en el alma tener que ser el que me daba la noticia: racionalización, nada personal, le puede tocar a cualquiera y esas cosas. La empresa iba a responder con todo, de eso me podía quedar tranquilo. Preguntó si tenía alguna duda. Me quedé en silencio un rato. Miles de cosas a la vez pasaron por mi mente, hasta que una imagen empezó a formarse en mi cabeza. El jefecito. El que se tira a mi mujer. El muy hijo de puta. Era el culpable. Me paré. Iba saliendo de la oficina cuando me dí vuelta. Lo miré, pensé decirle lo que pensaba de él -Macabeo de mierda, siempre vaí a ser un chupa cornetas– pero no me atreví. Salí con un portazo. Bajé a buscar mis cosas. Todos me miraban con cara de fiambre. Alguno hacía el amague de venir a decirme algo, pero supongo que mi cara de furia los hacia cambiar de idea. Empecé a guardar las pocas cosas que tenía. Un par de útiles de aseo, un chaleco sin mangas y mi calculadora. Iba saliendo de la tienda, bajando por la escalera eléctrica hacia la salida principal cuando lo ví, subiendo las escalas, muy conversador con otro par de encargados medio pollo del piso superior. Se hizo el huevón, un comentario a los otros dos que sonrieron y miró para otro lado. Empecé a bajar las escalas corriendo, empujé a un par de compradores mañaneros y tomé la escala de vuelta, hacia el piso superior. Llegué en dos segundos. Lo busqué. Estaba en decoración, chachareando con los otros dos. Avancé rápido. En un par de zancadas estaba detrás de él. No alcanzó a darse vuelta cuando tiré el primer combo. Si no me agarran los guardias lo habría matado. Lo dejé tirado en el suelo, debajo de un alto de productos y colgadores que le cayeron encima. Me llevaron a la oficina de seguridad, donde dejan a los “mecheros” que logran atajar. Llegó uno de los gerentes.
- ¿Éste es?
- Sí.
- ¿Cómo es posible que haya armado el escándalo que hizo?. ¿Sabe lo que nos puede costar?. El pobre Arriagada esta en la clínica. Después de todos estos años, de todo lo que la empresa ha hecho por usted. Se salvó de que no hubiera sido un cliente. Quiero que salga y no vuelva a pisar esta tienda, ni ninguno de nuestros locales. ¡Me voy a encargar de que no encuentre trabajo en ninguna parte señor!. Y olvídese de su indemnización.
Cerró de un portazo. Los guardias me sacaron cariñosamente por atrás, como delincuente. Me senté en el jardín, frente a la entrada del mall. Estaba como en el aire. Por un lado feliz de haber puesto en su lugar al mierda, pero, por otro, asumiendo que me habían cortado. Estaba en blanco. Empecé a caminar, sin rumbo. Debe haber sido mucho rato, porque cuando me dí cuenta estaba en el Parque Bustamante.
Me senté en uno de los bancos, entre medio de viejos que apenas se arrastraban, nanas paseando cabros chicos y jóvenes en skate. Sentía la mierda dentro, apretando para salir. Me agaché y empezó el río. Años de aguantar, de hacerse el huevón, de no pensar. Todo el día como un autómata para simplemente llegar a fin de mes. Mi vida pasaba frente a mí. Un mes para cumplir cuarenta y lo único que tenía era deudas. La cama en que dormía era de mis padres. La ropa que usaba era de la tienda. La casa y el auto eran de la financiera. En una de esas mi hija también era un préstamo que se había conseguido por ahí mi mujer. Con los seguros de los créditos valía más muerto que vivo. Si me tiraba al Mapocho mi mujer sería automáticamente dueña de su casa, su auto y sus cosas. Antes no quería ver, admitir la verdad, el sistema me compró y no hice nada para oponerme, simplemente me dejé llevar.
No había comido nada en todo el día. En Portugal con Marcoleta me metí en uno de los viejos barsuchos que frecuentábamos en la Universidad con mis compañeros. Recordar esos tiempos fue peor. Pedí un aliado y una cerveza. No podía sacarme de la cabeza las cosas que habían pasado hoy, la magistral culminación de una cadena de malas decisiones. Debo haber estado chupando un buen rato. Nuevamente me borré. Últimamente terminaba cocido varias veces a la semana. Era lo único que quedaba de mi época universitaria.
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Desperté en mi cama, con un hachazo gigante. Mi madre prendió la luz temprano, antes de las siete.
- Mijito, ¿se siente bien?. ¿Quiere que llame a su trabajo avisando que está enfermo?
La miré. A pesar de la resaca veía clarito su cara de preocupación.
- No mamá, no haga nada. Me cortaron, no tiene que avisar hoy ni nunca más.
No dijo nada. Respiró hondo, se paró y salió de la pieza. Seguí durmiendo. No sé qué horas eran cuando me levanté, pero hacía calor. Mi cuerpo fermentaba cerveza. En la cocina había una nota de mi madre. Había ido con el papá al doctor. En la tarde íbamos a conversar, podía comer unos porotos de almuerzo que estaban en la olla. Calenté el plato. La inercia del trabajo no se me pasaba aún.
Comí sin ganas, sólo para que mi estómago digiriera algo más que alcohol. Di un par de vueltas y salí. Nuevamente a aplanar veredas. Era mi forma de quedar en blanco, de olvidar, de omitir lo que estaba pasando. Al principio fue sin rumbo, después mis pies se empezaron a dirigir a mi casa. El conserje me saludo efusivamente. Seguro que ahora era su Martín Vargas. Toqué la puerta.
- ¿Qué haces aquí?
- Necesito hablar.
- No tenemos nada de que hablar. ¿No te basta con lo que le hiciste a Carlos ayer?. Lo dejaron en la clínica en observación. Casi pierde el ojo.
- Qué bueno, así no anda mirando la fruta ajena.
- ¡Imbécil!. Ándate. No quiero que armes una escena aquí. Éste es un lugar decente.
- Claro, por eso yo pago las cuentas y otro gil se come el huevito. Eres muchas cosas, pero decente no mi amor.
- ¡Andate de aquí! Huevón de mierda. ¡No quiero verte más!
Era raro. Sentía que a pesar de todo aún había algo. Un par de chanchazos pueden ser una buena solución a los problemas de pareja. Tal vez ahora era medio sadomasoquista, le gustaba la sangre, el cuero y los látigos. Le di vueltas un rato a la idea. Mi celular empezó a sonar. El Compadre. Quería verme, estaba preocupado. Dijo que la gente de la tienda también. No creí mucho lo último, pero un par de chelas gratis no me iban a venir mal. Quedamos en juntarnos al día siguiente, en el mismo lugar de la otra vez.
Mi madre ya había acostado al viejo cuando volví. Desde que lo jubilaron por asbestosis era un inválido. Se moría de a poco, cada día menos humano, más planta. Los hombres de la familia éramos todos inútiles. Estaba esperándome en la cocina. Sirvió café para los dos.
- ¿Que pasó?
- Necesidades de la empresa.
- ¿Seguro que nada más?
- Sí. Le puede pasar a cualquiera. ¿Cuánta gente ha pasado por lo mismo?. Ninguna empresa te tiene eternamente. Los trabajadores con veinte o treinta años de servicio no existen, son historia mamá.
- Mmm. Hay algo más que no me estás contando. Te van a pagar todo, supongo.
- Claro, lo legal, lo que corresponde. Tengo que ir el viernes a firmar el finiquito.
- ¿Y qué vas a hacer?
- Aún no lo sé. Supongo que buscar pega en otra parte.
- ¿Por qué no usas esa plata y vuelves a la universidad?.
- No vieja. Tendría que empezar de nuevo. Hace mucho tiempo que mi cabeza calcula puras comisiones, sólo sirve para eso.
- Tengo una platita ahorrada. Te podría ayudar un poco. Tal vez es la oportunidad de tu vida.
- Gracias. Voy a pensarlo.
La oferta me sorprendió. Había renunciado a esa posibilidad hace tiempo. Volver a empezar casi a los cuarenta. Cuando saliera con suerte iba a tener cuarenta y cinco. Recién titulado y automáticamente fuera del mercado laboral. Tenía otro objetivo en mente. No podía sacarme de la cabeza la imagen del jefecito. Todo mi odio, mis frustraciones y mis sentimientos estaban cruzados por esa imagen. Quería matarlo. Librarme de él. Si lo eliminaba todo iba a volver a la normalidad. Era un producto, un simple saldo de bodega, que había que liquidar, un cacho que no se vendía nunca, como dirían mis ex – colegas. Volví a mi pieza. Estaba cansado. No me daba el cuero para salir a seguir chupando. Mi cuerpo pedía descansar y recuperar energías.
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Nos juntamos a la hora del cierre. El compadre se arrancó un poco antes. Había pedido a otro que hiciera el arqueo de su caja. Conversamos de muchas cosas. Me ofreció ayuda, poner un negocio, independizarme. Le dí las gracias, lo iba a pensar. Aproveché una ida al baño para cambiar el tema. Le pregunté por él, quería saber cómo estaba, si había vuelto a trabajar. Hoy lo había visto. Aún no se le iba completamente el ojo en tinta. Lo habían ascendido, ahora era Coordinador de Piso, de la plana mayor. La noticia fue como que me metieran un ají en el culo. El damnificado del cuento era yo y al perla lo premian. Cambiamos de tema. Conversamos de otras tonteras un rato más y nos fuimos. Coordinador de piso. Había subido de pelo. Horario fijo, buen sueldo y un porcentaje de todo lo que se vendiera en la tienda. Mi señora debía estar contenta. Seguro que se mudaba al barrio alto. Feliz de vieja cuica, casa en el cerro, plata para comprar de todo, nana y con un poco de suerte casa en la playa en unos años más. Mi hija iba a empezar a encontrarme rasca, a odiarme porque no iba a poder comprarle las cosas que sus compañeras llevaran a su nuevo colegio. Era el minuto. No podía dejar que éste chuchasumadre ganara. O hacía algo ahora o iba a perder definitivamente.
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Nuevamente fui a echar la talla con el cuidador del condominio. Era una buena fuente de información y seguramente soñaba con ver el segundo round en vivo y en directo. No costó mucho para que soltara lo que necesitaba. El culiado llegaba tarde los jueves. Parece que iba a clases o algo así. Decidí pasar a hablar con mi mujer.
- ¿De nuevo aquí? Qué quieres, ¿que me queje en el juzgado?
- No sería mala idea. De pasadita le explicas a la jueza como hiciste para sacar a tu marido y meter a tu amante a la casa. Seguro que va a estar muy interesada. No vine a pelear. He pensado mucho y quiero resolver este asunto. Cortarlo de una vez y empezar de nuevo. Tengo una entrevista en Viña. Si me resulta puedo dejarte tranquila. Necesito el auto. Te lo traigo el viernes, sin falta. –La pensó un segundo.
- Bueno. Pero lo hago sólo por la niña. No es bueno que vea que su padre es un bueno para nada.
- Gracias. No te vas a arrepentir, vas a ver. Lo paso a buscar mañana temprano.
- Llévatelo ahora. No lo necesito. Espera, voy a buscar las llaves.
Estaba seguro que no se iba a arrepentir. Si ella había empezado este cuento lo mínimo es que me ayudara a terminarlo. Con el auto mi plan iba a andar más rápido. Quería actuar luego, si esperaba mucho iba a ser peor para todos. En el Homecenter compré todo lo que necesitaba, cordeles, huincha y un par de cosas más. Por suerte mi viejo tenía una pistola guardada en la casa. La había comprado hace tiempo. Cuando supimos el diagnostico la mamá me la pasó para que la tuviera. Gracias a eso tenía resuelta la parte difícil del plan.
En la tarde partí al mall. Llegué como a las seis. Ni siquiera tuve que esperar. Iba saliendo. Esperé lo suficientemente lejos para que no reconociera el auto. Lo seguí. Esforzado el cabro. Salir de la pega y estudiar vespertino es fuerte. El muy mierda estudiaba en una universidad privada en la punta del cerro. Parece que todo se daba para facilitarme las cosas. Cuando salió su auto era el único que quedaba. No empecé con mi plan en ese momento sólo porque no tenía listo el lugar donde despachar al desgraciado. El otro jueves nos íbamos a ver las caras.
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El resto de la semana no hice mucho. La vida de cesante no es muy activa. Una vuelta por la Inspección del Trabajo, donde quedaron muy interesados en dejarse caer en la tienda ya que ni siquiera me habían entregado mi finiquito, ayudar un poco a mi madre con el viejo y el martes con mi hija. Aparte caminar, siempre afinando mi plan. Íbamos a pasar unos días en San Alfonso, en el Cajón del Maipo. Mis tíos tenían una cabañita, antes de llegar al pueblo. Usé el auto de mi mujer para llevar todo lo necesario a la cabaña, el “viaje a Viña” fue bastante fructífero. En está época del año no había nadie por la zona. Para el verano el hoyo iba a estar bien tapado por vegetación, dicen que los patas negras son buen abono. Un lindo arbolito encima iba a ser su lápida.
El jueves todo salió a pedir de boca. El mierda llegó a la hora y se estacionó al final, lejos de todo. Media hora antes de que saliera me escondí cerca, casi pegado a la puerta del copiloto. Tenía que esperar un poco y todo iba a empezar a solucionarse. Era tan mamón que salió a la hora. Esperé escondido al lado de la puerta. Apenas abrió y se subió me senté a su lado.
- Tenemos un asunto que liquidar tú y yo. Un largo listado de cuentas pendientes, varias comisiones que no me pagastes.
- Yo no te debo nada. –dijo con cara de espanto.
- Creo que sí –dije sacando la pistola- Ahora, prende el auto y vámonos. Muy tranquilito y sin hacer huevadas, mira que si no lo arreglamos aquí mismo.
Estaba blanco. Prendió el auto y partió. Manejaba nervioso, casi a punto de ponerse a llorar.
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Durante el viaje no abrió la boca, una momia. Había comprado unos metros de cadena de acero, con los que le fabriqué unas cadenas para pies y manos. Apenas llegamos se las puse. Lo dejé lloriqueando al lado del auto, sin las llaves y a la vista por si trataba de arrancarse. La cabaña estaba congelada. Por suerte siempre había leña, prendí un buen fuego.
- ¡Ya, déjate de mariconeos!. Todavía no empezamos y mostrando la hilacha.
- Déjame ir, por favor, te juro que no me acerco a la Marcela de nuevo.
- Mira mierda. Te lo voy a decir una sola vez. Los hombres duermen adentro calentitos, los maricones se quedan afuera, amarrados a un árbol. Tú me dices dónde quieres pasar la noche.
- Adentro –dijo sorbeteándose los mocos.
Lo amarré cerca del fuego. Se quedó bien tranquilito, sentado en el suelo, al lado del sillón. Mirando el rincón. como perrito faldero. Comí algo. A mi fiel amigo le había traído un poco de pelets y agua. Se las dejé al lado. Los miró con asco.
- Esperate no más. Mañana vas a chupetear el plato. No será Purina, pero igual se deja comer. No sé tú, pero para mí todos los pelets son iguales. Ahora, a dormir. Ah, tu último regalito. –Le amarré un cencerro de vaca en el cogote - así no se te ocurre moverte. Si metes mucha bulla te despacho. ¿Estamos?. No sé que te habrá contado la Marcela, pero si me molestan mientras duermo me pongo violento.
Hacía mucho tiempo que no dormía tan bien. El aire de la montaña me rejuveneció. Cuando desperté el pobre gil dormía en el suelo, acurrucado. La baba le corría y tiritaba de frío. Casi me dio pena. Prendí la chimenea.
- Buenos días, durmió bien Fifi?
- Tengo frío. Necesito ir al baño.
- Afuera querrás decir. Los animales hacen sus necesidades en los arbolitos. Esperate, te voy a llevar. Déjame soltar la cadena para que puedas gatear.
- Al menos me podrías dar un poco de confort.
- ¿De cuando que los quiltros usan papel?. Que yo sepa el culo se lo lamen, nada más. No te pongas exquisito, mira que los guaus mañosos terminan en la cacerola. Además, no has comido, así que nada de favores. Si uno es blando con un animal se suben por el chorro, y hay que sacrificarlos. ¿Quieres eso?
Lo saqué a hacer sus necesidades. Hacía mucho frío. La cadena era lo suficientemente larga como para no tener que estar encima oliendo la mierda, pero por el escándalo parece que la churretera era fuerte. Se limpió con unas ramitas. Lo llevé a la manguera para que se lavara las manos. Entramos. Volvió a su rincón.
Después de bañarme salí a dar una vuelta, a elegir el lugar donde hacer el hoyo. Había comprado una Araucaria, medía casi metro y medio. Según dijo el hombre del jardín estábamos en buena época para transplantarla. Ideal para dejar un buen recuerdo de mis vacaciones en la cabaña de mis parientes.
Las cosas estaban funcionando demasiado bien. Creí que iba a poner algo de resistencia, a tratar de reaccionar, pero era más pollerudo que poodle. Realmente no entendía qué había visto mi mujer en este gil. Tenía que resolver rápido este asunto, cortarlo luego o me iba a terminar encariñando de mi nueva mascota. A unos cien metros de la casa había un sendero que subía hacia el cerro, alejado del camino. Era el lugar perfecto. Mi cachorro estaba alterado cuando volví. Se movía de lado a lado, todo lo que permitía su cadena.
- ¿Qué te pasa, de nuevo tienes que ir a levantar la patita?.
- No me hagas nada, por favor, te doy lo que quieras. –dijo con ojos de desesperación.
- Creía que eras más hombrecito. No me gustan los que flaquean.
- Por favor, déjame ir. Hago lo que quieras. Dejo a la Marcela, te doy plata, cualquier cosa, lo que sea.
- ¿Lo que sea? ¿No será mucho?
- Lo que sea. En serio.
- Es una oferta interesante. Vamos a discutirla mientras trabajas. Vamos, es mejor que empecemos de una vez, así no terminamos tan tarde.
Estaba completamente entregado, era un trapo. No era necesario tirarlo para que se moviera, bastaba con moverse y empezaba a gatear detrás. Le solté la cadena de los pies para que pudiera trabajar más rápido.
- Bueno, empieza. No demoremos más el trámite.
- Te lo ruego –dijo con ojos llorosos- no me hagas nada.
- No hagas que me enoje. Si te portas bien no te va a doler, te lo prometo.
Empezó a cavar. No es que fuera un experto en el tema, de hecho estaba improvisando, pero mi víctima era un zombi que no reaccionaba con nada, lo había hecho todo fácil. Tal vez tenía talento natural para aterrorizar a la gente. Mientras el hoyo tomaba profundidad empezaron mis dudas. Mi cabeza empezó a traicionarme. No me sentía capaz. Algo tan fácil como apretar el gatillo de la pistola me pesaba. Me senté en una roca cerca y miré para otro lado. No quería verlo, era peor. Si al menos me la hubiera puesto más difícil, mi odio hubiera seguido con la misma intensidad. Mi borrego me estaba conquistando. Cuando ya llevaba como un metro le dije que parara. No se veía nada y me estaba cagando de frío. Primero puso cara de corderito degollado, pero cuando le dije que regresábamos a la cabaña le volvió el alma al cuerpo, estoy seguro de que si le hubiera tirado un palito me lo traía en la boca y moviendo el culo con autentica felicidad perruna.
Al volver lo amarré nuevamente y prendí el fuego. No quise comer. Mis dudas me estaban atormentando. Casi no dormí. Cuando desperté me sentía molido, como si me hubieran apaleado. Salí de la pieza y me preparé un café. Mi mascota dormía plácidamente. Había armado una cama con los cojines del sillón y se abrigó con los chales que mi tía usaba para tapar los muebles. Verlo me revolvía la guata. Tanto tiempo lamiendo culos en la tienda buscando ascender lo habían transformado naturalmente en una bestia sumisa. Lo miraba y me veía a mi mismo, en lo que me había convertido. Empezaba a ver con más claridad, una metamorfosis de lo que nunca había querido ser, un simple peón de juego. Terminar con él iba a liberarme de todo eso. Le dejé un café y un pan con mantequilla al lado de su cama y me fui a duchar. No lo iba a privar de su última cena.
Cuando salí de la pieza había terminado su desayuno. Le faltaba la cola para moverla. Al ver que tomaba de nuevo la pala y la picota la esperanza se le esfumó del rostro y su cara volvió a ser la de antes. De vuelta en la escena del crimen calculé que con medio metro más la fosa tendría la suficiente profundidad para meter al gusano y al arbolito.
La cabeza me seguía dando vueltas, las dudas y el remordimiento continuaban. Como a medio día la fosa estaba terminada. Amarré bien a comenunca y volví a la cabaña a buscar la Araucaria. La pistola en el bolsillo pesaba toneladas, era como si toda la tierra que había sacado del hoyo estuviera en mis bolsillos. Volví. Era mejor terminar todo de una vez.
- ¡Ya huevón!. No le demos más vueltas al asunto. Metete adentro. -La cara se le desfiguró. El hombre desesperado reemplazó al perrito faldero en un segundo. Se tiró a mis pies llorando.
- Por favor, por favor. Hago lo que quieras, pero no me mates. Puedo ser tu perro, tu gato, lo que se te ocurra. –Su cara cambió de golpe- También puedo hacer cosas ricas, si tú quieres.- Se tiró a bajarme el cierre con cara calentona.
- ¡Correte mierda! – Dije pateándolo- Lo único que me falta es que quieras chúparmela. Linda la huevá. Te tiraí a mi mujer, ahora querís mamarmela a mí. ¿Me imagino que mi hija es la siguiente, no? -Se tiró al suelo llorando.
- Perdona, perdona, pero no me mates, por favor, ¡te lo ruego!
Lloraba como magdalena. Era patético verlo. Agarré la pistola y le apunté. No era un hombre, sino que montón de piel enjuagada en lágrimas. El olor a mierda se empezó a sentir en el ambiente. De verlo daba asco. No pude, era demasiado. Me senté en la piedra, al lado del hoyo. Era un pobre becerro y me estaba poniendo a su altura. Si lo mataba simplemente iba a terminar de cagarla. La guinda de la torta de una larga serie de errores iba a ser vivir con la culpa de despachar a un pobre gil más cagado que yo.
Lo llevé de vuelta a la cabaña. Le dije que fuera a bañarse. Preparé un arroz pegoteado, la cocina no era mi fuerte. No hablamos mucho. Sólo le dije que se alejara de mi mujer y que no se fuera de casette con su viaje a la cordillera. El pobre cristiano aún no se convencía del todo. Una vez que se fue aproveché de plantar el árbol. Era el signo de lo que vendría por delante.
SENDEROS SIN HUELLA - Carmen María Cruz
.... entonces Teseo tomó el hilo que
Ariadna le ofrecía para que encontrara
el camino de regreso y se internó en el
laberinto para matar al Minotauro.
Mitología Griega
Tendida en la camilla miras el techo, blanco, inmaculadamente limpio, aséptico. Buscas algún punto que rompa esa inmensa blancura de cordillera nevada, alguna pequeña mancha, una raspadura, pero nada de eso está permitido en este lugar. Un joven sonriente jugando a ser médico, te inyecta un líquido lechoso en la vena que te produce un intenso calor al bajar por tus piernas. Sumergen tu cabeza en una máquina de acero que se desliza atrás y adelante, te saca una y otra fotografía, muchas fotos de tu cerebro. Los ojos brillantes de esta estructura metálica te observan, te desmenuzan, cada vena, cada porción de tu mente debe ser examinado, de a pequeños pedacitos, trozo a trozo, que no se escape ni un detalle. Recorren los recovecos de esa masa informe y gelatinosa, llena de nudos, como si fueran cerros por los que deben pasar los pensamientos antes de llegar a la conciencia. ¿Y si tus cerros se agrandaron? Quizás se convirtieron en montañas intrincadas y deberán hacer un túnel que permita el paso de las ideas. Te sientes como una hormiga observada a través de un microscopio. Un insecto atrapado entre los fierros de una ciudadela amurallada. Las técnicas modernas dejaron atrás los cables y los monitores. Las imágenes de rayas zigzagueantes, arriba, abajo, pequeñas curvas, otras un poco más grandes, que ondulan, bailan al compás de tu propia música. Si las rayas son rectas, todas rectas, lisas, derechas, ordenadas marchando una tras la otra, es la muerte. Si ondulan, ¿ondas grandes o pequeñas? ¿Rítmicas o desordenadas?. ¿Cómo serán las ondas de un cerebro enfermo? ¿Se han separado una de otra como si fuera una máquina rota? Cuando se cortan los circuitos eléctricos concatenados entre los muros de una casa, se va la luz. Quizás tus neuronas aisladas, sin conexión, se independizan en una rebelión y todo se oscurece. Tienes miedo, confiésalo, míralo como se apodera poco a poco de ti con su fuerte olor a herrumbe, se vierte por tu sangre, recorre tu cuerpo produciendo chispas a su paso, eriza el pelo de tus brazos, deja tu piel granujienta y helada, es el miedo reconócelo, nadie puede esconderse de él, nadie puede negarlo cuando llega, deberás aprender a vivir en su compañía, a diferenciarlo de tu imaginación que también te juega malas pasadas, que funciona por si sola, ajena a tu cuerpo y a las señales corpóreas que emergen reales, que impregna todo de un aire espeso y contaminado, pero no puedes esconderte de esos ojos penetrantes que indagan en tu vida, revisan tus genes, los buenos y los malos, tus orígenes, y te das cuenta que los ojos de la máquina se mueven en círculos, se dilatan sus pupilas para llegar al fondo de ti, a lo más profundo de las circunvalaciones de tu cerebro, ahí donde se alimenta tu esencia. ¿Qué hago aquí?, te preguntas y la respuesta se evapora entre los circuitos acerados que te observan.
Ariadna le ofrecía para que encontrara
el camino de regreso y se internó en el
laberinto para matar al Minotauro.
Mitología Griega
Tendida en la camilla miras el techo, blanco, inmaculadamente limpio, aséptico. Buscas algún punto que rompa esa inmensa blancura de cordillera nevada, alguna pequeña mancha, una raspadura, pero nada de eso está permitido en este lugar. Un joven sonriente jugando a ser médico, te inyecta un líquido lechoso en la vena que te produce un intenso calor al bajar por tus piernas. Sumergen tu cabeza en una máquina de acero que se desliza atrás y adelante, te saca una y otra fotografía, muchas fotos de tu cerebro. Los ojos brillantes de esta estructura metálica te observan, te desmenuzan, cada vena, cada porción de tu mente debe ser examinado, de a pequeños pedacitos, trozo a trozo, que no se escape ni un detalle. Recorren los recovecos de esa masa informe y gelatinosa, llena de nudos, como si fueran cerros por los que deben pasar los pensamientos antes de llegar a la conciencia. ¿Y si tus cerros se agrandaron? Quizás se convirtieron en montañas intrincadas y deberán hacer un túnel que permita el paso de las ideas. Te sientes como una hormiga observada a través de un microscopio. Un insecto atrapado entre los fierros de una ciudadela amurallada. Las técnicas modernas dejaron atrás los cables y los monitores. Las imágenes de rayas zigzagueantes, arriba, abajo, pequeñas curvas, otras un poco más grandes, que ondulan, bailan al compás de tu propia música. Si las rayas son rectas, todas rectas, lisas, derechas, ordenadas marchando una tras la otra, es la muerte. Si ondulan, ¿ondas grandes o pequeñas? ¿Rítmicas o desordenadas?. ¿Cómo serán las ondas de un cerebro enfermo? ¿Se han separado una de otra como si fuera una máquina rota? Cuando se cortan los circuitos eléctricos concatenados entre los muros de una casa, se va la luz. Quizás tus neuronas aisladas, sin conexión, se independizan en una rebelión y todo se oscurece. Tienes miedo, confiésalo, míralo como se apodera poco a poco de ti con su fuerte olor a herrumbe, se vierte por tu sangre, recorre tu cuerpo produciendo chispas a su paso, eriza el pelo de tus brazos, deja tu piel granujienta y helada, es el miedo reconócelo, nadie puede esconderse de él, nadie puede negarlo cuando llega, deberás aprender a vivir en su compañía, a diferenciarlo de tu imaginación que también te juega malas pasadas, que funciona por si sola, ajena a tu cuerpo y a las señales corpóreas que emergen reales, que impregna todo de un aire espeso y contaminado, pero no puedes esconderte de esos ojos penetrantes que indagan en tu vida, revisan tus genes, los buenos y los malos, tus orígenes, y te das cuenta que los ojos de la máquina se mueven en círculos, se dilatan sus pupilas para llegar al fondo de ti, a lo más profundo de las circunvalaciones de tu cerebro, ahí donde se alimenta tu esencia. ¿Qué hago aquí?, te preguntas y la respuesta se evapora entre los circuitos acerados que te observan.
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