lunes, 23 de junio de 2008

Claustrofobia - Carla Selman

I. Antonia

Estás fea. Naciste fea, piensas. De tu cara sólo quedan los huesos de tus mejillas y tus ojos se confunden con la opacidad de tu rostro y con los enormes semicírculos negros que los rodean. Por tu cuello descienden dos gruesas serpientes de piel que se posan en tu pecho para terminar en tus pequeños hombros, en forma de esferas casi perfectas. Te quitas la camisa y tus pezones parecen dos lunares gigantes depositados casi al azar en la palidez de tu cuerpo. Entre tus piernas se asoma un mechón de tu cabello largo que, de no saber de dónde proviene, confundirías con tu vello púbico.
Prefieres no conocerte en detalle y empañas tu imagen con tu aliento para revelar sólo una silueta que ahora se torna grisácea por los débiles rayos que se cuelan por la ventana de la ducha. Tus dedos bien estirados intentan alcanzarte ahí donde estás, justo frente a ti. Con tu índice dibujas una cara superpuesta a la tuya. Un círculo, los ojos y la boca... la boca. Solías dibujar las bocas con una sonrisa, pero ya no sabes. Y deseas que Sebastián esté bien, pero no. Mejor no. Ojalá Sebastián sea infeliz con Vicente y sorprendes tu sonrisa maliciosa en la boca ausente de tu dibujo en el espejo. Lo borras, apretando con fuerza contra él tu mano empuñada.
— ¿Te quieres morir?
Su voz aparece suave, pero hiriente, bañada en más inteligencia que la tuya. No quieres mirar hacia al lado, por temor a encontrarlo ahí, pequeño, observándote en busca de respuestas que no conoces o que no debes darle.
— Yo no me quiero morir.
Te agarras la cabeza entre tus manos para no escucharlo, pero aunque no dice nada alza la voz y gimes para callarlo, tus muñecas en tus orejas, gritas, tu mentón en tu pecho, te pierdes de vista, gritas, gritas con fuerza, tu frente más cerca de tus rodillas, los ojos cerrados y tus manos buscan tu cabeza, enredando el cabello. Tus dedos se asfixian, esos dedos que hace tiempo no tocan nada, quieres hacerlos explotar, que tus uñas revienten, que se pierdan, quieres que esos mechones oscuros se entierren en tu carne, los que caen sobre los huesos de tu cuerpo desnudo y frágil. En tu cabeza se asoman agujeros de piel áspera y rojiza. Quieres perderlo todo, quieres olvidar que fuiste hermosa, si es que lo fuiste, quieres olvidarlo todo.
Buscas entre los cajones algo que oculte tu ira. Los abres y cierras con fuerza, apretando tus dedos. Te duele, pero eso no te detiene y ansías ese dolor en tu boca, para que calle tus gritos y ese llanto que te amenaza. Encuentras la gillette con la que te depilas las piernas y con ella dibujas una línea de sangre en tu dedo.
Piensas en tus muñecas delgadas, en tus venas. Piensas en todo lo que podría salir mal. Te entierras la gillette en las manos, en los brazos, pero sólo logras dibujar algunos rasguños en tu lengua, en tus párpados, en tus pestañas.
Inhalas y la gillette ya está en tu cabeza, rasgándola con furia. Trazas líneas sobre ella, líneas que entierras y no sientes. O que sientes tanto que es agradable, que atraviesa tu piel con un golpe metálico. Los pelos que quedan van cayendo suavemente y te cubren los ojos. Ahora ese dolor que te ahoga está en tu piel, ahí donde puedes tocarlo, donde puedes sacarlo fácilmente. Eliminas, con el filo, las pelusas que sobreviven en tu cabeza, buscando borrar los recuerdos, los pensamientos, los sentimientos que el dolor adormece. Gritas, lloras por dentro, y por tus mejillas caen lágrimas de sangre, goteando desde los ríos que en tu cabeza calva chocan unos con otros, emanando el olor a tu propia carne. Y te obligan a mirarlos, a sentirlos, a sentir algo.
El dolor de tu piel te va penetrando y tus manos pierden fuerza para sostener la gillete. Cae al suelo y es como si cayera el lavatorio completo y se desarmara en cientos de pedazos sobre los azulejos grises. De nuevo te tapas los oídos con las manos y tus dedos están sangrando. Sin dejar de mirarlos, te deslizas hasta el suelo donde encuentras los restos de tu cabello negro. Tu cuerpo, temblando, se acurruca como un ovillo y, antes de cerrar los ojos, ves que la fragua de los azulejos se va tiñendo con tu sangre.

V. Juan Pablo (fragmento)

Juan Pablo está muerto. Está muerto. Muerto.
Juan Pablo está muerto y ese beso. Juan Pablo está muerto y el roce de sus dedos. Juan Pablo está muerto y yo despidiéndolo en la esquina. Está muerto y la lluvia que comenzaba a caer sobre mi pelo.
Y yo moviendo la cabeza de lado a lado, sin querer creerlo. Está muerto y mi cuerpo tiembla. “Lo quiero ver”. Muerto.
Y él, abrazándome en la cocina. “Cálmate, Antonia”. Y él, corriendo tras de mí en la playa. “Tranquila”, él descendiendo por mi cuello. “Lo tengo que ver”. Su mano despejando mi rostro. “Dónde está”. Su nariz pegada a la mía, sonriendo con los ojos.
“¿A quién llamamos?” Doy unos pasos hacia atrás y me afirmo en la pared. “Mi papá trabaja acá cerca”. Siento náuseas, siento miedo y comienzo a correr con la promesa en mi mano, guardada muy dentro donde me está desgarrando. No voy a dejarlo ir. No voy a perder, con él, todo.
Los muros de la clínica son de un gris claro y todos iguales. Pasan por mi lado, escapándose, persiguiéndome. Se atraviesan en los pasillos donde no veo salida. Mi respiración no me deja avanzar y yo no puedo encontrarlo.
Me duele, Juan Pablo. Algo me duele fuerte dentro y tú no estás aquí para calmarlo. Mis piernas se mueven como si estuvieran dentro del agua. Ven, Antonia, él me toma de la mano para entrar al mar. Mis brazos tiemblan, mi rostro pierde el control.
No lo había mirado. Sabía que estaba atrás, en la esquina, pero no lo había mirado. Sabía que sonreía por mí, con esas hondas margaritas hundiéndose en sus mejillas. Pero yo caminaba hacia delante, saboreando el último beso. Abrazándome en el viejo abrigo, escuchando las micros en la Alameda. La micro todavía debe estar ahí. En ese mismo lugar.
Y ahora el ascensor me lleva hacia arriba, mientras mi cuerpo está a punto de desplomarse. Necesito su abrazo, sus palabras, las únicas que pueden calmarme. Estoy sola, por primera vez sola, con esa aterradora imagen mía que se triplica a mi alrededor.
Las puertas se abren y me enseñan más pasillos agobiantes, ventanales laberínticos y carteles de acceso restringido que van desapareciendo en mis ojos húmedos. Una fuerte puntada en el costado me obliga a detenerme. Respiro, ahogada. Todavía escucho las micros. Están tan cerca.
Él duerme, tapado hasta el cuello, en esa habitación blanca. Las persianas abiertas, los equipos en silencio. El monitor en negro me refriega en la cara que él ya no está. Pero está ahí. Delante mío.
Le acaricio el rostro y todavía está tibio. Tiene algunos rasguños, moretones y rastros de sangre que vienen de la parte de atrás de su cabeza, convenientemente cubierta. No quiero mirar. No quiero destaparlo y encontrarme con un cuerpo que no es el de él, con su piel echa trizas, con los huesos en lugares equivocados.
Recorro sus párpados con mi dedo, su nariz, sus labios, su pelo. Me atrevo a bajar un poco las sábanas para encontrarme con su mano. Sin quitar mi vista de su rostro, introduzco mis dedos entre los de él. La otra la poso sobre su pecho, buscando los latidos de su corazón, tan fuertes cuando yo recorría esos lugares. Ahora no siento nada.
Me recuesto a su lado y percibo su aroma. Beso su cuello, esperando que se vuelva a mirarme, como siempre. Beso su oreja. Se está enfriando. Entonces le digo. Que será para siempre, que no se irá, que es todo, que nada va a cambiar. Y le prometo que él siempre será el primero. Que ahora cierro mis puertas, que ya se ha agotado el espacio. Le prometo que él será el último.
Porque yo me voy con él. En ese mismo instante en que su piel se apaga, sus manos se enfrían y de nada sirve que yo las frote para mantenerlas tibias. Igual que esa mañana cuando caminábamos al colegio. Me dijo que tenía frío, mientras su voz se convertía en vapor. Yo tomé sus manos, casi tan heladas como ahora. Le acaricié los dedos. Pronto se entibiaron y, sin soltarme, comenzó a correr, riéndose fuerte. No había nadie más en las veredas, sólo los árboles deshojados.
Me arrastró con su fuerza, y yo le grité que parara, que me iba a caer y paró. Justo frente a mí y sin soltarme. Dejó de reír y me apretó la mano. Yo lo miré, agitada y exhausta. No nos dijimos nada. Yo sólo estudié su boca curva y sus cejas espesas. Su nariz recta y su piel con algunos puntos negros. Solté su mano y le acaricié la mejilla.
Su labio inferior se funde en esa piel amarillenta. Está delgado y su cuerpo en calma parece nunca haber aprendido a moverse. Éste no es Juan Pablo. Juan Pablo es quien hace un rato me despidió en la esquina. El que hace poco me besó, me retuvo; el que me ama, el que pidió acompañarme.
No. Éste no es Juan Pablo. Juan Pablo a esta hora debe estar de regreso en su casa o todavía me está esperando en Marcoleta. Se quedó mirándome mientras yo caminé hacia el Centro de Extensión, esperando que me diera vuelta. Luego cruzó la calle. Sí, ya estará de regreso.
Tiemblo. El cuerpo de Juan Pablo se ha apagado. Mis manos también están congeladas.
De pronto siento ruidos afuera. “Antonia”, me llama mi papá, irrumpiendo en la habitación. Yo sigo con la cabeza apoyada en su pecho, mis manos enredadas en las suyas, con los ojos bien abiertos, sin pestañear. “Antonia”, se acerca y me toma suavemente por la cintura para levantarme. Me dejo llevar. Juan Pablo aprieta mi mano. También está enojado. Miro su rostro y sé que él me ha prometido también. Seremos, como siempre, sólo los dos.
Mi papá me trata de separar de él, desenredando mis dedos que permanecen aferrados a los suyos. Caminamos hacia la puerta, yo sigo mirándolo dormir. Despierta, despierta. Mi papá me guía con el brazo alrededor de mis hombros. Despierta, Juan Pablo. Abre la puerta y corro hacia él, “¡Despierta, Juan Pablo! ¡Despierta!”, grito aferrándome a sus sábanas. Mi papá intenta retenerme, abrazarme, pero yo no puedo soltarlo mientras veo su silueta desaparecer las lágrimas que caen sobre él y sobre mí, sobre los recuerdos y el tiempo. Agua que cae en cascadas dentro de mi cabeza, que me atormenta, que presiona con fuerza mi sien. Mi papá me aparta de la cama y me obliga a mirarlo a él. Toma mi cara bruscamente y la presiona contra su pecho. Sólo esa presión me mantiene en pie.

X. Antonia – Vicente (fragmento)

Y como estás al frente y como estoy vulnerable, quiero que me consueles. Entonces busco tu mano, me apoyo en tu pecho y aprieto mi cara contra él. Yo no sé qué hacer, nunca, nunca habías hecho eso. Me congelo un instante y te abrazo, por primera vez me atrevo a acariciarte la cara con mis dos manos, para seguir a tu cabeza y correrte suavemente el gorro. Tú sólo cierras los ojos y yo dejo el gorro sobre la cama. Siento tus labios posarse sobre las cicatrices, sobre las pocas pelusas que tengo y me haces jurarte que no lo voy a hacer más. Yo no sé por qué, pero te digo te juro. Te juro, Vicente y digo esas palabras con tu boca entre la mía. Entonces de nuevo siento esa sensación extraña y me ahogo entre tus besos. Y tú te ahogas en los míos, mientras me caen lágrimas, no sé por qué. No te preocupes, te digo, sólo estoy contenta. Escuchar eso me hace feliz y te digo que quiero estar contigo y busco tu cuello porque al fin te tengo, porque al fin soy dueño de la imagen que inventé tantas veces después de que me dijeras que me fuera. Esperaba que me buscaras, esperaba que gimieras mientras te recorro con la lengua, mientras te saco la ropa, ahora sin temor a romperte, aunque todavía frágil. Entonces siento que mi cuerpo se va descongelando de a poco y entiendo por qué siempre estaba tan abrigada. Ahora no quiero, ahora quiero estar desnuda, desnuda y tibia frente a ti, desnuda y tibia entre ti. Porque siento que mis dedos se mueven, siento que mis dedos buscan entre los pliegues de tu piel y que encuentran. Tiemblas, pero me gusta. Tiemblas como si tuvieras miedo y te siguen cayendo lágrimas, pero me miras y sonríes y te las limpio con mis dedos, con mis labios, y volteas la cabeza y me aprietas, silenciosa y gritando. Entras, húmedo, cierro los ojos y te siento, exploras con delicadeza, mientras ahora soy yo la que te pide, y ya estoy en ti, te ves linda, linda, porque tu cara me gusta y a veces no sabes qué hacer con tus dedos y mis piernas se mueven, tiemblan de tanto haber estado quietas y pienso que sí, que de nuevo quiero gritar, gritar, gritar contigo y llorar, pero no he parado de llorar, entonces te miro y sí, eres tú, eres tú pensando que sí soy yo, que te lo debía, que nos lo debíamos y tus suspiros me encienden, tus palabras, quiero sentirte, me hablas, ahora ya no sé qué parte de tu piel es tuya, qué parte de tu piel es mía y el aire húmedo que cae sobre mi cuerpo me obliga a moverme más rápido, a moverme con más fuerza y lo haces y yo también porque a mí me obliga a lo mismo, entonces voy perdiendo la voz, pero no porque se pierda, sino porque se atraganta, se atora y tú ya no puedes ni mirarme, aunque quieras, porque yo ya no estoy al frente ni a tu lado, ni mi cuerpo está pegado al tuyo, sino que estoy en ti, soy tú, no tienes que mirarme porque no me vas a poder ver y ahora me ahogo, ahora no puedo respirar y cuando logro abrir los ojos sigues siendo tú, como tantas veces, esperando que hubiera una próxima, tus mismos ojos, tus labios sufriendo, el aire que no entra, que no sale y los dos desaparecemos de esta pieza, mientras apago tus gritos con mi piel empapada de la tuya.

Así es - Bernardita Bravo

Luego pensé: podría enterrarle alfileres en la yema de los dedos para que el otro dolor se atenúe, enmudezca frente al gran dolor porque aquí los dolores son de él y no míos, yo he adoptado el papel de enfermera, y ese oficio exige un cuerpo saludable. Pero probablemente sus cajones deben estar llenos de cosas que no son alfileres; tendría que salir de aquí y recorrer varias cuadras para conseguirlos, y una enfermera no puede dejar a su enfermo, no debe, no me deje solo mijita, no ve que me voy a morir. Lo pensé después de bañarlo, si uno sumerge en el agua a un muñeco de trapo con intención de lavarlo es peor, el agua penetra hasta el fondo, no vuelve a salir, la humedad se incrusta y ramifica en hongos y más hongos; lo bañé como quien baña a un muñeco de trapo inservible. Gracias, mijita, y sonrió; fue ahí cuando pensé que podría enterrarle alfileres en la yema de los dedos o más adentro, entremedio de la carne y la uña, me carga que me digan mijita, que me den las gracias sonriendo cuando todo hacia atrás es una madeja oscura, de palabras demoledoras, ¿por qué no tienes papá? si tengo, si hoy me viene a ver, acompáñame, esperémoslo aquí; podía pasar una hora o cuatro, era lo mismo, siempre a la espera, con un dolor de estómago cada vez mayor, yo creo que a tu papá se le olvidó, o eres una mentirosa y no tienes papá. Y Rosa se ponía de pie y de tanto estar sentada tenía marcado detrás de las piernas la vereda granulada y a mi me daban ganas de que se quedaran así para siempre, horribles. Pero finalmente las marcas desaparecían y ella se quedaba toda la tarde conmigo. A la hora de la medicina diaria, cuando toma una pastilla de nombre rebuscado que seguramente ya no sirve de mucho, se me ocurre otra idea: podría tirarlas a la basura y darle pastillas de menta o anís, algo que se trague fácil con agua y sirva de lenta descomposición. Aquí es cuando otro momento se filtra y rebota en el piso y la muralla, hasta sumergirse en la bacinica rebalsada de un pipí añejo, de viejo acabado; así es como te quería ver. Esta frase también es insistente pero varía, tiene forma de pregunta, de afirmación y muchas veces de exclamación rotunda. Aparece el día en que llegó de improviso, cargando una caja envuelta en papel de regalo, ¡mira lo que te traje! No vas a creerlo ¡Ábrelo! La pequeña caja se movía, y sonaba. Adentro, en una esquina, un ovillo lanudo, arrinconado, tan pequeño que parecía ratón pero era un gato, es una gatita, hija, ¿te gusta?, era una gata recién nacida y era para mí. Hacía calor esa tarde, y yo no podía respirar bien. Usted que puede mijita, déme el vaso con agua, que tengo mucha sed. Sí, definitivamente debería ir a comprar alfileres, uno para cada dedo, la mano huesuda proyectando aquellos finos trazos de metal, la mano de mi padre presionando mis muslos unas semanas después de regalarme a Mila, que nos miraba fijamente, así como miran los gatos cuando algo les parece o no. Gracias, ¡tenía tanta sed! Y ahora ven, acércate un poco, hazme el favor. De pie junto a él me insiste, ven aquí, para que oigas bien, que quiero decirte algo que nadie puede escuchar. Pero si aquí no hay nadie más que tú y yo. Ven, hija, y el gesto de su mano que tirita es definitivo. Acerco mi oído a esa boca reseca, que intenta humectarse con su propia saliva. De pronto siento asco, y el aliento tibio de su boca muda, qué quieres, nada, creo que lo he olvidado. Siento asco, porque miro su boca y es idéntica a la mía, el labio superior muy grueso, labios que dejan ver los dientes, que sonríen igual. Me duele hija, me duele mucho ¿No es hora del remedio ya? Sangre entremedio de la carne y la uña, yo a los doce años incapaz de decir algo, con mi gata de testigo, el muslo amoratado. Yo aquí a los treinta años junto a su cama, la boca enferma de mi padre pronunciando mi nombre, sus ojos abarcándome como un abrazo, mi mano sorprendida que toma la suya. Mi mano aferrada a su mano, mientras pasan las horas.
Cuando son las seis con treinta y tres minutos, el cuerpo de mi padre se endurece. Sus párpados han quedado semi abiertos, y una mosca se posa en el borde de la bacinica. Yo salgo al patio de atrás, donde la antigua pileta deja que el agua fluya de un nivel a otro. Lentamente me saco los zapatos, los calcetines, y mis pies sienten el cambio de temperatura. Respiran. Los meto dentro el agua, se agrandan por efecto óptico. Los rodean varias abejas ahogadas. El agua no deja de sonar. Mi padre un muñeco de trapo seco, acumulando polvo. El agua no deja de sonar. Y por encima de su sonido mi murmullo en tono de pregunta: Así es como te quería ver.

De frente 04 - Amparo Arias

Son las ocho menos diez y en la ciudad algunos habitantes ya salen de sus casas.
Desde el cielo sólo cae uno que otro amable goterón y las calles dibujan líneas acuosas mezcladas con desperdicios humanos que fueron arrastrados por el viento durante la noche.
Un cuarto para las 10, en el costado de la casona azul se estaciona una bicicleta; el ciclista, sacándose los guantes, arranca del asiento un encargo. El sonido de una sirena lo intercepta. Mira de reojo el vehículo blanco y saluda al conserje. Buenos días, voy al último piso. Vengo a dejar este sobre. El diálogo finaliza cuando la zapatilla del visitante pisa el primer escalón.
El joven de la bicicleta sube las escaleras de dos en dos, hasta llegar al cuarto piso y con un toque de vanidad masculina arregla su chaqueta. Recorre el pasillo hasta encontrar la puerta 402. Toca dos veces el timbre. Nadie responde e insiste.
Detrás de la puerta, la mujer que suma tres va apareciendo, con el pelo suelto y recogido, diez minutos más tarde, el ciclista traspasa el tiempo y se impregna en ella. El vaso de agua que está sobre la mesa los refleja, cada uno se abre de piernas formando un triángulo de cuarenta y cinco grados, la cercanía de sus bocas extienden un deseo prolongado, el calor de la piel se derrite sobre la alfombra y ellos, unidos, van respirando la misma sal, la misma mezcla de azúcar púbica. El ciclista, sin pedalear, penetra a la mujer, apretándola contra la corona y sus rodillas. Mariel gime con el rostro estampado en muecas; el olor tibio los rodea cayendo cada uno en pulsaciones rítmicas, la irrigación de las bocas y los labios abiertos succionan hasta los huesos.
Después del último gemido la mujer le pide que le entregue el encargo. El pobre ciclista no entiende qué nueva posición es ésa y continúa con las piernas donde mismo.
⎯¡Entrégame el sobre que trajiste! ¡Suéltame!
El hombre no quiere despegarse, a cambio recibe manotazos, su ropa vuela hasta la puerta; desconcertado, le tira el paquete por la cabeza y sale corriendo con un ⎯¡Perra!⎯.
Después del altercado, la mujer desamarra el paquete con la boca, gira los dientes hacia el sillón, utiliza sus finos dedos para sostener una frágil polaroid, único registro de aquella tarde.

El formato de la imagen desborda, proyectándose en la ventana, las pupilas de Mariel se encienden al ver el rostro de Isabella frente al suyo, las dos sentadas en la primera mesa del café Vinilo, sosteniendo las copas de vino tinto, brindando en esa tibia tarde de febrero junto al sonido del tornamesa. El volumen de sus voces cruzan el cristal de la ventana y siente oír con nitidez su presencia, pero la luz del sol se deshace en el proyector que se apaga y el recuerdo cae al suelo. Ya no hay ninguna imagen colgada en la ventana.

Entonces la mujer se deja abatir ante el dolor, no soporta tener que aceptar la ausencia de Isabella, le hace falta su voz, lo pardo de sus ojos, la sonrisa, su compañía…
La añoranza se intensifica con la memoria y minuciosamente va recordando cada momento que ha estado junto a ella, las clases en la Casa Bellas Artes, en el bar Canario, las cervezas, la ironía y sus conversaciones, pero ya no hay plural en esta habitación y la noche va quedando atrás cuando la primera Mariel decide descender por su rostro, ubicando los dedos en sus labios, entibiándolos con saliva, mientras aleja la imagen de la amante incrustada en el polaroid.
Ya es cerca del mediodía en la ciudad. Ella toma un sorbo de agua, dejando el vaso a la mitad.

martes, 13 de mayo de 2008

EL OJO BIZCO / Taller de narrativa

No podría concebir mi carrera de escritor sin mis talleres literarios. Me formé en ellos desde mi colegio, en la Academia de Letras del Instituto Nacional, donde alguna vez fueron presidentes Ricardo Lagos, Antonio Skármeta y Osvaldo Puccio, entre otros, hasta manos más expertas: Guillermo Blanco, Luis Domínguez, Martín Cerda, Miguel Arteche y, sobre todo, el ejemplar respaldo de la figura señera de José Donoso, que reunió a muchos de esos que nos abanderamos con el título de la Nueva Narrativa Chilena, tan polémica, discutida y hasta un poco olvidada en un medio editorial que se ha retacado ante la desaparición del lector de literatura nuestra de experimentación, de vanguardia o simplemente nueva. La mayor parte de los lectores actuales son bocetos de nuevos escritores y esto convierte la posibilidad de dirigir talleres literarios en una experiencia fascinante. He dirigido talleres de dramaturgia en varios países de Hispanoamérica, pero en Chile, además, de narrativa, encontrándome con talentos interesantes, con vocaciones sinceras, con el placer de leer y de escribir, con amigos de sentimientos profundos, con lealtades a la belleza y el conocimiento que no esperaba cuando abrí el primer taller hace ya diez años. Muchas veces he conversado con otros talleristas de vasta experiencia. Jaime Collyer, Pía Barros, Alejandra Basualto, Gonzalo Contreras, la notable Alejandra Costamagna, son tantos. Hay algunos a quienes el oficio de maestro sencillamente no interesa. Otros, otras, lo llevan en la sangre. En el sueño de todo taller está la publicación, ganar un premio, aparecer en la letra impresa, entrar en la biblioteca, abandonar el anonimato cálidao del tallerismo. Una labor notable es la realizada por el taller de Andrea Jeftanovic. Han publicado un bellísimo volumen sobre el trabajo de tres años bajo el sugerente título de "Cuartos contiguos". Reúne textos teóricos, textos creativos y críticos, el intercambio de opiniones y creaciones de tres años seguidos de trabajo donde Andrea selecciona con cuidado a sus integrantes y organiza, siempre con esa cabeza tan bien amueblada que tiene, las lecturas y el trabajo de desarrollo que un joven escritor necesita. Alguna vez le escuché a Antonio Skármeta (estábamos en pleno auge de esa cosa rara que llamaron la Nueva Narrativa) que en Chile un autor publicaba un libro y ponía un taller literario. Creo que el tiempo ha ido modificando esa situación. Los directores de taller son personas cada vez con más obra y más experiencia. Métodos muy distintos que van alejándose de las críticas canibalísticas hacia la verdadera enseñanza sin suponer una sola forma de escribir, estimulando la diversidad, fortaleciendo los potenciales y dejando que las capacidades expresivas florezcan. Hay una gratificación enorme al contemplar el desarrollo de ex alumnos. Me siento como los preparadores de caballos que van acumulando galardones. También como un padre, la metáfora es obvia. No daré tampoco nombres de ex discípulos que han llegado mucho más lejos que el arriba firmante. La tarea más frecuente es abrir la imaginación y perder el miedo. Dejar de meramente redactar y que crezca la magia. Estoy convencido que viene otra nueva narrativa. Tal vez, como me lo dijo un muy talentoso joven escritor, "el problema es que mis lectores están viendo televisión". Richard Ford, ese portentoso autor yanqui, declaró hace poco que antes de los 18 años no leyó ni una línea. Le interesaba más el deporte que la literatura. De pronto hubo un clic en su cabeza. Ignoro si entró en un taller de escritura creativa. Es muy probable. Es un estilo muy norteamericano de formación. Lo cierto es que creció hasta convertirse en un nombre fundamental del realismo sucio. Los talleres siguen creciendo. Cada año, cada semana, hay sorpresas. La imaginación desatada es un milagro. La belleza, siempre excepcional, corta el aliento. La envidia del maestro ante el talento brillante del discípulo hay que sujetarla. Dejarlos volar. Que este país tiene mucho que contar. Historias pendientes, menores muchas de ellas, diferentes, épicas y triviales, antiguas y nuevas. Ojalá estos talleres sean una señal prometedora del futuro. Semilla de escritores y, también, de lectores luminosos y lúcidos. LND

Marco Antonio De la Parra,
Director de la carrera de Literatura de la Universidad Finis Terrae


jueves, 3 de abril de 2008

NO ES UNA ANTOLOGIA, ES UNA VENTANA A UN PROCESO CREATIVO COLECTIVO




PROCESO VITAL
"Cuartos Contiguos" es un libro que deja constancia viva del proceso creativo y colectivo de escritura. Hace tangible la orgánica de nuestro taller literario dirigido por Andrea Jeftanovic en donde se cruzan diferentes voces narrativas y distintas secciones (textos de los autores, ejercicios, reseñas críticas, referencias a invitados etc.) para invitar al lector a participar activamente de la experiencia de la lectura no sólo desde el texto terminado, sino, desde su gestación y sus procesos, desde el intercambio y el diálogo como una escritura colectiva.
Su originalidad reside justamente en trascender la idea de una compilación de autores, para crear un universo escrito y gráfico que plasme la idea de cohabitar puerta a puerta: cada uno sumido en su universo creativo, en un cuarto propio que tiene vecinos- visitantes y que prueba el éxito de esta experiencia colectiva, en la calidad de las escrituras que representa.
AUTORES
Amparo Arias
Denise Astoreca
Bernardita Bravo
Carmen María Cruz
José Fliman
Hugo Forno
Tito García
Patricia Landen
Carolina Larraín
Marcela Morgheinstern
Carla Selman
Fernando Ureta.
EL CONCEPTO VISUAL
Tomamos la imagen del manuscrito, páginas verdaderas de textos entregados en el taller y luego intervenidos con el objeto de mostrar visualmente la escritura “dinámica” (anotaciones, rayas, tachados, recomendaciones, otras referencias, etc.) que se produce al interior de un taller donde los textos mutan a partir del intercambio entre los integrantes y la directora siendo un material “permeable” y poroso que suele enriquecerse.
SECCIONES
El proyecto consta de varias secciones (antecedida cada una por una introducción de la directora de taller) que se agrupan en:
A PUERTAS CERRADAS: carta de intención del autor que en una página expone sus búsquedas, sus motivaciones estéticas para la escritura y/o para este proyecto literario específico.
OBRA: aproximadamente diez páginas donde cada autor presenta un fragmento de su novela, libro de cuentos, textos experimentales, crónicas, microcuentos u otro.
CUARTO CONTIGUO: reseña de un compañero sobre el proyecto y escritura de otro compañero, sobre sus claves de lecturas e interpretaciones. Esto tiene como intención mostrar la cadena entre el autor, su búsqueda, y el lector y colega, en la recepción y seguimiento de la evolución de su escritura.
AREAS COMUNES: ejercicios realizados por los integrantes en los tres años de taller; textos breves que surgen de pies forzados con el fin de experimentar recursos técnicos y temas de distinta índole. Hay una introducción de la directora que explica los temas planteados, los elementos técnicos y las lecturas que acompañaron cada unidad. Enunciados variados tales como la crueldad, el erotismo, la fealdad, corriente de conciencia, lo monstruoso, el testimonio, la enfermedad, el punto de vista parcial, el viaje y otros.
A PUERTAS ABIERTAS O DIALOGO CON ARTISTAS Y CIENTIFICOS: con el fin de alimentar una conversación con otros creadores, establecer un vínculo con su obra y su discurso; una fructífera conversación sobre motivaciones, metodologías, experiencias, búsquedas, etc. se invitó a extraordinarios escritores y artistas de otras disciplinas. Todo esto se resumirá en una breve reflexión en torno a cada invitado:
Isidora Aguirre, dramaturga y narradora
Carmen Berenguer, poeta y ensayista
Arturo Duclos, artista plástico y académico
Diamela Eltit, escritora y crítica
Nona Fernández, actriz, escritora y guionista
Viviana Flores, directora audiovisual
María Luisa Gumucio, tarotista y psicóloga
Carina Maguregui: escritora argentina, ensayista, guionista y bióloga
José María Hurtado, neurofisiólogo
Marcelo Leonart, dramaturgo, escritor y guionista
Carina Maguregui, bióloga y escritora
Selma Passos, arquitecto
Daniel Ramírez, filósofo y músico
Iván Thays, escritor y crítico