lunes, 23 de junio de 2008

Constancias - Marcela Morgheinstern

(Corresponde a los textos agrupados en Al pie de la letra)
Marcela Morgheinstern

Constanza no sabe lo que quiere decir constipada, no puede contenerse; lo contrario se lo cuentan sus tripas crujientes, crispadas de calambres por la ineficiencia de su digestión, las durezas de su vientre que se mueven clavándole cuchillazos, obligándola ir al baño para vaciar cualquier cosa que corretee por su intestino después de cada comida. Se lo dice también el extraño diagnóstico médico: intestinos de capas separadas, un espiral demasiado abierto (necesita cirugía), causas desconocidas, se cree que es una condición psicosomática. Debiera operarse (ni cagando, piensa aterrada), cuidarse concienzudamente de la condimentación; pero en Constanza la constancia si que no consta, la confusión sí, pero eso no se decide, se constata. Constanza cree (en contra de sus costumbres conservadoras), o cree haber descubierto tras años de conversaciones en distintas consultas, que las contorsiones y contornos apretados de su cuerpo se contraen y expanden para saciar un vacío. Pero la costumbre del flujo constante, le ha creado una conspiración, especie de fobia a lo concreto, y no puede Constanza compartir ni partir con alguien nada que no sea claustrofóbico. Cuidados construye como fuertes de guerra, ¡cuidado!, se repite, cautela contra un conviviente que no existe (pero que podría colarse en el agujero de tu nombre, adherirse constante a tu curva y eso te crispa). Cuidado excesivo que corroe y, finalmente, enferma. Será seguramente cáncer, cataratas, colon. Cáncer al colon.
Ayer comió con Consuelo (otra C, círculo imposible de cerrar, adicta a la carne), y como de costumbre, abundaron los cuentos de Constanza, cataclismos inventados, conflictos ciegos y catarsis sin compromiso y, cálida a la fuerza, hizo como si escuchara sus concejos también semi vacíos, porque todo lo que entra en oídos de Constanza, así mismo sale (¿cómo si no cierra podría retener las palabras volando?) y porque Consuelo también se llena de congojas. Cree Constanza que sólo necesita un Carlos, un Claudio, un Camilo, ojalá no un Cuasimodo, pero igual, de repente dos C que se contraponen, que se compenetran, quién sabe, por ahí dibujan una esfera, aunque sea una que pueda cortarse, ser un contorno cerrado sería orgásmico (aunque nunca haya Constanza concertado un orgasmo compartido en su vida) aunque claro, aterrador por desconocido y capaz sea más cauteloso quedarse callada, comprimida en su cuerpo, curvándose sola siempre en la misma casa, en la misma cama, capaz, aunque Constanza se confunde, no hay lector que capte su caligrama, que según ella, es clarísimo, y si no lo ven es porque los cabrones cobardes, porque la comida caliente que ella no cocina, porque los a cuarenta ya no, porque el cura; porque según Constanza, a pesar de los años de terapia, la culpa la tiene el nombre, el hombre, el hambre pero nunca su propia trampa compañera, nunca la falta de coraje, de carácter, de convicción. La culpa es también por no haber sido cantante, cuando el aire tan bien que circula y sale luego por sus cuerdas vocales, como corrientes sonoras, construye una voluptuosidad cambiante y su voz sabe a magia y pareciera que Constanza puede circular, cosa que ahora, hace sólo en el coro de la Iglesia junto al mismo cura del que alguna vez se enamoró; porque parece que sólo dios es suficientemente casto y coqueto para casarse con Constanza. Una sola vez en el confesionario, en un cortocircuito de su cordura, ambos sin verse, con la cara contra la pared, contó Constanza al cura su conmoción, su calumnia al haber caído de la palabra de Cristo y haberse encariñado con él y deseado su carne; la otra carne que había comido antes, la obligó a interrumpir la confesión y correr al baño. El cura tenía la cara colorada y contenta, por primera vez dejaba sentirse el caldo de cultivo, la claridad de un coletazo que podría transformar su calvario y toda su controversia en, quién sabe, casamiento, casa, calma; la confusión se le pasó sí cuando Constanza contrariada, colorada también, le pidió un perdón contundente aludiendo a una crisis complicada y condenó la cuestión claramente corrupta y vergonzosa mientras el cura apretaba la cruz que tenía en la mano y se el clavaba hiriente, como si lo quemara.
En ocasiones cuando la nombran no voltea la cara, han llegado incluso codearla para llamar su atención; conmocionada recuerda las letras que la componen y corrobora apenas su creciente des apego, su nombre entra y sale como un silencio, las voces, los otros, no encuentran tono para identificarla porque nada saben de ella (y es como si llamaran a otra, como si un aire apenas la contuviera); Constanza sólo permite una caminata por sus paredes que expelen, sacan cascando sin dejar en el visitante calcado nada comprometedor, nada que cuente su carácter, su composición sin construir que ni preguntas genera; el que entra sale sin conocer, limpiecito con un conjunto de letras sin contenido, un cacareo.
De todas formas, Constanza se camufla de las incógnitas de su carencia de compañía y, por más cansada que esté, anda siempre coqueta, como un caramelo con mucho colorante, confianzuda, que no se vaya a ver el hueco, que no se note la costura, la castración, la caca (que tampoco se note, por favor, lo caliente). Porque Constanza fue siempre Católica con cólicos disimulados, con sueños de cortesana corroyéndole la piel a solas, nunca en compasión de otro, debiendo ser siempre cortés, criatura criada en la cordura (vaya a saber uno de qué cresta se trata eso), conciencia esculpida con censura que se aloja en concentraciones de culpa para disminuir el vacío que Constanza llena con complacientes canciones de misa, sin condones y mucha comida, con la cara todavía de cordero confesado (sólo por cortesía, sólo en la corteza) que, aún con rebaño divino, la caca, el colon, el cáncer, la claustrofobia, se concentran tratando de concertar una cita al fin desnuda de Constanza con su cuerpo, con su cabeza, sobre todo con su corazón. El eco de su conciencia constante, que conste, no consolará a Constanza cuando se entere de su colon canceroso, de su camino hacia la muerte que correrá entre compañías de cartón y comidas complacientes con conocidos extraños de toda la vida, visitas a la catedral, y cucarachas que la acecharán en sueños sin que pueda convencerse de que su existencia ha sido una carnada inútil, una cagada tras otra. Y se atreverá tal vez a solas a deletrear un c-o-n-ch-a t-u m-a-d-r-e, cáncer culiado, bajito, soportando la cacofonía que le provoca a su cerebro canoso y conformista (será porque dios quiere), consentirá a medias los cuidados, complejidades y cánones de la fatalidad. No sabrá Constanza que pudo ser un calidoscopio, un compás, una clarinete, al menos un contraste. Cáncer de colón. Catastrófico. Carnívoro. Constanza, no contestó. Callada, combatiente de pacotilla, salió caminando de la consulta del oncólogo, diciendo, gracias. Chao. Y no a- dios.
En su cabeza cantó una plegaria, en su alma, cayó la condena; ese crepúsculo el cura de la Iglesia se sentó sin sotana y sin cruz en una esquina, a llorar sin consuelo después de la cremación de Constanza.




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