lunes, 23 de junio de 2008

De frente 04 - Amparo Arias

Son las ocho menos diez y en la ciudad algunos habitantes ya salen de sus casas.
Desde el cielo sólo cae uno que otro amable goterón y las calles dibujan líneas acuosas mezcladas con desperdicios humanos que fueron arrastrados por el viento durante la noche.
Un cuarto para las 10, en el costado de la casona azul se estaciona una bicicleta; el ciclista, sacándose los guantes, arranca del asiento un encargo. El sonido de una sirena lo intercepta. Mira de reojo el vehículo blanco y saluda al conserje. Buenos días, voy al último piso. Vengo a dejar este sobre. El diálogo finaliza cuando la zapatilla del visitante pisa el primer escalón.
El joven de la bicicleta sube las escaleras de dos en dos, hasta llegar al cuarto piso y con un toque de vanidad masculina arregla su chaqueta. Recorre el pasillo hasta encontrar la puerta 402. Toca dos veces el timbre. Nadie responde e insiste.
Detrás de la puerta, la mujer que suma tres va apareciendo, con el pelo suelto y recogido, diez minutos más tarde, el ciclista traspasa el tiempo y se impregna en ella. El vaso de agua que está sobre la mesa los refleja, cada uno se abre de piernas formando un triángulo de cuarenta y cinco grados, la cercanía de sus bocas extienden un deseo prolongado, el calor de la piel se derrite sobre la alfombra y ellos, unidos, van respirando la misma sal, la misma mezcla de azúcar púbica. El ciclista, sin pedalear, penetra a la mujer, apretándola contra la corona y sus rodillas. Mariel gime con el rostro estampado en muecas; el olor tibio los rodea cayendo cada uno en pulsaciones rítmicas, la irrigación de las bocas y los labios abiertos succionan hasta los huesos.
Después del último gemido la mujer le pide que le entregue el encargo. El pobre ciclista no entiende qué nueva posición es ésa y continúa con las piernas donde mismo.
⎯¡Entrégame el sobre que trajiste! ¡Suéltame!
El hombre no quiere despegarse, a cambio recibe manotazos, su ropa vuela hasta la puerta; desconcertado, le tira el paquete por la cabeza y sale corriendo con un ⎯¡Perra!⎯.
Después del altercado, la mujer desamarra el paquete con la boca, gira los dientes hacia el sillón, utiliza sus finos dedos para sostener una frágil polaroid, único registro de aquella tarde.

El formato de la imagen desborda, proyectándose en la ventana, las pupilas de Mariel se encienden al ver el rostro de Isabella frente al suyo, las dos sentadas en la primera mesa del café Vinilo, sosteniendo las copas de vino tinto, brindando en esa tibia tarde de febrero junto al sonido del tornamesa. El volumen de sus voces cruzan el cristal de la ventana y siente oír con nitidez su presencia, pero la luz del sol se deshace en el proyector que se apaga y el recuerdo cae al suelo. Ya no hay ninguna imagen colgada en la ventana.

Entonces la mujer se deja abatir ante el dolor, no soporta tener que aceptar la ausencia de Isabella, le hace falta su voz, lo pardo de sus ojos, la sonrisa, su compañía…
La añoranza se intensifica con la memoria y minuciosamente va recordando cada momento que ha estado junto a ella, las clases en la Casa Bellas Artes, en el bar Canario, las cervezas, la ironía y sus conversaciones, pero ya no hay plural en esta habitación y la noche va quedando atrás cuando la primera Mariel decide descender por su rostro, ubicando los dedos en sus labios, entibiándolos con saliva, mientras aleja la imagen de la amante incrustada en el polaroid.
Ya es cerca del mediodía en la ciudad. Ella toma un sorbo de agua, dejando el vaso a la mitad.

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