lunes, 23 de junio de 2008

Claustrofobia - Carla Selman

I. Antonia

Estás fea. Naciste fea, piensas. De tu cara sólo quedan los huesos de tus mejillas y tus ojos se confunden con la opacidad de tu rostro y con los enormes semicírculos negros que los rodean. Por tu cuello descienden dos gruesas serpientes de piel que se posan en tu pecho para terminar en tus pequeños hombros, en forma de esferas casi perfectas. Te quitas la camisa y tus pezones parecen dos lunares gigantes depositados casi al azar en la palidez de tu cuerpo. Entre tus piernas se asoma un mechón de tu cabello largo que, de no saber de dónde proviene, confundirías con tu vello púbico.
Prefieres no conocerte en detalle y empañas tu imagen con tu aliento para revelar sólo una silueta que ahora se torna grisácea por los débiles rayos que se cuelan por la ventana de la ducha. Tus dedos bien estirados intentan alcanzarte ahí donde estás, justo frente a ti. Con tu índice dibujas una cara superpuesta a la tuya. Un círculo, los ojos y la boca... la boca. Solías dibujar las bocas con una sonrisa, pero ya no sabes. Y deseas que Sebastián esté bien, pero no. Mejor no. Ojalá Sebastián sea infeliz con Vicente y sorprendes tu sonrisa maliciosa en la boca ausente de tu dibujo en el espejo. Lo borras, apretando con fuerza contra él tu mano empuñada.
— ¿Te quieres morir?
Su voz aparece suave, pero hiriente, bañada en más inteligencia que la tuya. No quieres mirar hacia al lado, por temor a encontrarlo ahí, pequeño, observándote en busca de respuestas que no conoces o que no debes darle.
— Yo no me quiero morir.
Te agarras la cabeza entre tus manos para no escucharlo, pero aunque no dice nada alza la voz y gimes para callarlo, tus muñecas en tus orejas, gritas, tu mentón en tu pecho, te pierdes de vista, gritas, gritas con fuerza, tu frente más cerca de tus rodillas, los ojos cerrados y tus manos buscan tu cabeza, enredando el cabello. Tus dedos se asfixian, esos dedos que hace tiempo no tocan nada, quieres hacerlos explotar, que tus uñas revienten, que se pierdan, quieres que esos mechones oscuros se entierren en tu carne, los que caen sobre los huesos de tu cuerpo desnudo y frágil. En tu cabeza se asoman agujeros de piel áspera y rojiza. Quieres perderlo todo, quieres olvidar que fuiste hermosa, si es que lo fuiste, quieres olvidarlo todo.
Buscas entre los cajones algo que oculte tu ira. Los abres y cierras con fuerza, apretando tus dedos. Te duele, pero eso no te detiene y ansías ese dolor en tu boca, para que calle tus gritos y ese llanto que te amenaza. Encuentras la gillette con la que te depilas las piernas y con ella dibujas una línea de sangre en tu dedo.
Piensas en tus muñecas delgadas, en tus venas. Piensas en todo lo que podría salir mal. Te entierras la gillette en las manos, en los brazos, pero sólo logras dibujar algunos rasguños en tu lengua, en tus párpados, en tus pestañas.
Inhalas y la gillette ya está en tu cabeza, rasgándola con furia. Trazas líneas sobre ella, líneas que entierras y no sientes. O que sientes tanto que es agradable, que atraviesa tu piel con un golpe metálico. Los pelos que quedan van cayendo suavemente y te cubren los ojos. Ahora ese dolor que te ahoga está en tu piel, ahí donde puedes tocarlo, donde puedes sacarlo fácilmente. Eliminas, con el filo, las pelusas que sobreviven en tu cabeza, buscando borrar los recuerdos, los pensamientos, los sentimientos que el dolor adormece. Gritas, lloras por dentro, y por tus mejillas caen lágrimas de sangre, goteando desde los ríos que en tu cabeza calva chocan unos con otros, emanando el olor a tu propia carne. Y te obligan a mirarlos, a sentirlos, a sentir algo.
El dolor de tu piel te va penetrando y tus manos pierden fuerza para sostener la gillete. Cae al suelo y es como si cayera el lavatorio completo y se desarmara en cientos de pedazos sobre los azulejos grises. De nuevo te tapas los oídos con las manos y tus dedos están sangrando. Sin dejar de mirarlos, te deslizas hasta el suelo donde encuentras los restos de tu cabello negro. Tu cuerpo, temblando, se acurruca como un ovillo y, antes de cerrar los ojos, ves que la fragua de los azulejos se va tiñendo con tu sangre.

V. Juan Pablo (fragmento)

Juan Pablo está muerto. Está muerto. Muerto.
Juan Pablo está muerto y ese beso. Juan Pablo está muerto y el roce de sus dedos. Juan Pablo está muerto y yo despidiéndolo en la esquina. Está muerto y la lluvia que comenzaba a caer sobre mi pelo.
Y yo moviendo la cabeza de lado a lado, sin querer creerlo. Está muerto y mi cuerpo tiembla. “Lo quiero ver”. Muerto.
Y él, abrazándome en la cocina. “Cálmate, Antonia”. Y él, corriendo tras de mí en la playa. “Tranquila”, él descendiendo por mi cuello. “Lo tengo que ver”. Su mano despejando mi rostro. “Dónde está”. Su nariz pegada a la mía, sonriendo con los ojos.
“¿A quién llamamos?” Doy unos pasos hacia atrás y me afirmo en la pared. “Mi papá trabaja acá cerca”. Siento náuseas, siento miedo y comienzo a correr con la promesa en mi mano, guardada muy dentro donde me está desgarrando. No voy a dejarlo ir. No voy a perder, con él, todo.
Los muros de la clínica son de un gris claro y todos iguales. Pasan por mi lado, escapándose, persiguiéndome. Se atraviesan en los pasillos donde no veo salida. Mi respiración no me deja avanzar y yo no puedo encontrarlo.
Me duele, Juan Pablo. Algo me duele fuerte dentro y tú no estás aquí para calmarlo. Mis piernas se mueven como si estuvieran dentro del agua. Ven, Antonia, él me toma de la mano para entrar al mar. Mis brazos tiemblan, mi rostro pierde el control.
No lo había mirado. Sabía que estaba atrás, en la esquina, pero no lo había mirado. Sabía que sonreía por mí, con esas hondas margaritas hundiéndose en sus mejillas. Pero yo caminaba hacia delante, saboreando el último beso. Abrazándome en el viejo abrigo, escuchando las micros en la Alameda. La micro todavía debe estar ahí. En ese mismo lugar.
Y ahora el ascensor me lleva hacia arriba, mientras mi cuerpo está a punto de desplomarse. Necesito su abrazo, sus palabras, las únicas que pueden calmarme. Estoy sola, por primera vez sola, con esa aterradora imagen mía que se triplica a mi alrededor.
Las puertas se abren y me enseñan más pasillos agobiantes, ventanales laberínticos y carteles de acceso restringido que van desapareciendo en mis ojos húmedos. Una fuerte puntada en el costado me obliga a detenerme. Respiro, ahogada. Todavía escucho las micros. Están tan cerca.
Él duerme, tapado hasta el cuello, en esa habitación blanca. Las persianas abiertas, los equipos en silencio. El monitor en negro me refriega en la cara que él ya no está. Pero está ahí. Delante mío.
Le acaricio el rostro y todavía está tibio. Tiene algunos rasguños, moretones y rastros de sangre que vienen de la parte de atrás de su cabeza, convenientemente cubierta. No quiero mirar. No quiero destaparlo y encontrarme con un cuerpo que no es el de él, con su piel echa trizas, con los huesos en lugares equivocados.
Recorro sus párpados con mi dedo, su nariz, sus labios, su pelo. Me atrevo a bajar un poco las sábanas para encontrarme con su mano. Sin quitar mi vista de su rostro, introduzco mis dedos entre los de él. La otra la poso sobre su pecho, buscando los latidos de su corazón, tan fuertes cuando yo recorría esos lugares. Ahora no siento nada.
Me recuesto a su lado y percibo su aroma. Beso su cuello, esperando que se vuelva a mirarme, como siempre. Beso su oreja. Se está enfriando. Entonces le digo. Que será para siempre, que no se irá, que es todo, que nada va a cambiar. Y le prometo que él siempre será el primero. Que ahora cierro mis puertas, que ya se ha agotado el espacio. Le prometo que él será el último.
Porque yo me voy con él. En ese mismo instante en que su piel se apaga, sus manos se enfrían y de nada sirve que yo las frote para mantenerlas tibias. Igual que esa mañana cuando caminábamos al colegio. Me dijo que tenía frío, mientras su voz se convertía en vapor. Yo tomé sus manos, casi tan heladas como ahora. Le acaricié los dedos. Pronto se entibiaron y, sin soltarme, comenzó a correr, riéndose fuerte. No había nadie más en las veredas, sólo los árboles deshojados.
Me arrastró con su fuerza, y yo le grité que parara, que me iba a caer y paró. Justo frente a mí y sin soltarme. Dejó de reír y me apretó la mano. Yo lo miré, agitada y exhausta. No nos dijimos nada. Yo sólo estudié su boca curva y sus cejas espesas. Su nariz recta y su piel con algunos puntos negros. Solté su mano y le acaricié la mejilla.
Su labio inferior se funde en esa piel amarillenta. Está delgado y su cuerpo en calma parece nunca haber aprendido a moverse. Éste no es Juan Pablo. Juan Pablo es quien hace un rato me despidió en la esquina. El que hace poco me besó, me retuvo; el que me ama, el que pidió acompañarme.
No. Éste no es Juan Pablo. Juan Pablo a esta hora debe estar de regreso en su casa o todavía me está esperando en Marcoleta. Se quedó mirándome mientras yo caminé hacia el Centro de Extensión, esperando que me diera vuelta. Luego cruzó la calle. Sí, ya estará de regreso.
Tiemblo. El cuerpo de Juan Pablo se ha apagado. Mis manos también están congeladas.
De pronto siento ruidos afuera. “Antonia”, me llama mi papá, irrumpiendo en la habitación. Yo sigo con la cabeza apoyada en su pecho, mis manos enredadas en las suyas, con los ojos bien abiertos, sin pestañear. “Antonia”, se acerca y me toma suavemente por la cintura para levantarme. Me dejo llevar. Juan Pablo aprieta mi mano. También está enojado. Miro su rostro y sé que él me ha prometido también. Seremos, como siempre, sólo los dos.
Mi papá me trata de separar de él, desenredando mis dedos que permanecen aferrados a los suyos. Caminamos hacia la puerta, yo sigo mirándolo dormir. Despierta, despierta. Mi papá me guía con el brazo alrededor de mis hombros. Despierta, Juan Pablo. Abre la puerta y corro hacia él, “¡Despierta, Juan Pablo! ¡Despierta!”, grito aferrándome a sus sábanas. Mi papá intenta retenerme, abrazarme, pero yo no puedo soltarlo mientras veo su silueta desaparecer las lágrimas que caen sobre él y sobre mí, sobre los recuerdos y el tiempo. Agua que cae en cascadas dentro de mi cabeza, que me atormenta, que presiona con fuerza mi sien. Mi papá me aparta de la cama y me obliga a mirarlo a él. Toma mi cara bruscamente y la presiona contra su pecho. Sólo esa presión me mantiene en pie.

X. Antonia – Vicente (fragmento)

Y como estás al frente y como estoy vulnerable, quiero que me consueles. Entonces busco tu mano, me apoyo en tu pecho y aprieto mi cara contra él. Yo no sé qué hacer, nunca, nunca habías hecho eso. Me congelo un instante y te abrazo, por primera vez me atrevo a acariciarte la cara con mis dos manos, para seguir a tu cabeza y correrte suavemente el gorro. Tú sólo cierras los ojos y yo dejo el gorro sobre la cama. Siento tus labios posarse sobre las cicatrices, sobre las pocas pelusas que tengo y me haces jurarte que no lo voy a hacer más. Yo no sé por qué, pero te digo te juro. Te juro, Vicente y digo esas palabras con tu boca entre la mía. Entonces de nuevo siento esa sensación extraña y me ahogo entre tus besos. Y tú te ahogas en los míos, mientras me caen lágrimas, no sé por qué. No te preocupes, te digo, sólo estoy contenta. Escuchar eso me hace feliz y te digo que quiero estar contigo y busco tu cuello porque al fin te tengo, porque al fin soy dueño de la imagen que inventé tantas veces después de que me dijeras que me fuera. Esperaba que me buscaras, esperaba que gimieras mientras te recorro con la lengua, mientras te saco la ropa, ahora sin temor a romperte, aunque todavía frágil. Entonces siento que mi cuerpo se va descongelando de a poco y entiendo por qué siempre estaba tan abrigada. Ahora no quiero, ahora quiero estar desnuda, desnuda y tibia frente a ti, desnuda y tibia entre ti. Porque siento que mis dedos se mueven, siento que mis dedos buscan entre los pliegues de tu piel y que encuentran. Tiemblas, pero me gusta. Tiemblas como si tuvieras miedo y te siguen cayendo lágrimas, pero me miras y sonríes y te las limpio con mis dedos, con mis labios, y volteas la cabeza y me aprietas, silenciosa y gritando. Entras, húmedo, cierro los ojos y te siento, exploras con delicadeza, mientras ahora soy yo la que te pide, y ya estoy en ti, te ves linda, linda, porque tu cara me gusta y a veces no sabes qué hacer con tus dedos y mis piernas se mueven, tiemblan de tanto haber estado quietas y pienso que sí, que de nuevo quiero gritar, gritar, gritar contigo y llorar, pero no he parado de llorar, entonces te miro y sí, eres tú, eres tú pensando que sí soy yo, que te lo debía, que nos lo debíamos y tus suspiros me encienden, tus palabras, quiero sentirte, me hablas, ahora ya no sé qué parte de tu piel es tuya, qué parte de tu piel es mía y el aire húmedo que cae sobre mi cuerpo me obliga a moverme más rápido, a moverme con más fuerza y lo haces y yo también porque a mí me obliga a lo mismo, entonces voy perdiendo la voz, pero no porque se pierda, sino porque se atraganta, se atora y tú ya no puedes ni mirarme, aunque quieras, porque yo ya no estoy al frente ni a tu lado, ni mi cuerpo está pegado al tuyo, sino que estoy en ti, soy tú, no tienes que mirarme porque no me vas a poder ver y ahora me ahogo, ahora no puedo respirar y cuando logro abrir los ojos sigues siendo tú, como tantas veces, esperando que hubiera una próxima, tus mismos ojos, tus labios sufriendo, el aire que no entra, que no sale y los dos desaparecemos de esta pieza, mientras apago tus gritos con mi piel empapada de la tuya.

1 comentario:

hreyesp dijo...

En algún tiempo, te miraba de lejos, a la distancia.
Ahora, no conozco ni tu voz ni tus palabras.
Un abrazo grande, Carla.